viernes, 3 de julio de 2009

In Out

los hospitales y las cárceles
es lo peor

los manicomios
es lo peor
los áticos
es lo peor

los hoteluchos ruidosos
es lo peor
los recitales de poesía
los conciertos de rock
a beneficio de minusvalidos
es lo peor

los funerales
las bodas
es lo peor

los desfiles
las pistas de patinaje
las orgias sexuales
es lo peor

la medianoche
las tres de la mañana
las 5.45 de la tarde
es lo peor

caer del cielo
eso es lo mejor

pensar en la India
mirar los puestos de palomitas
ver al toro coger al matador
eso es lo mejor

las bombillas en cajas
un viejo perro escarbando
los cacahuetes de una bolsa de papel
eso es lo mejor

pulverizar cucarachas
un par de calcetines limpios
el valor natural que vence el talento natural
eso es lo mejor

echar migas a las gaviotas
cortar tomates en rodajas
eso es lo mejor

alfombras con quemaduras de cigarrillos
grietas en las aceras
camareras todavía sensatas
eso es lo mejor

mis manos muertas
mi corazón muerto
silencio
adagio de rocas
el mundo en llamas
eso es lo mejor
para mí.

domingo, 27 de julio de 2008

Por un Agnosticismo Cristiano




Algunos fragmentos bíblicos que me han hecho meditar sobre la posibilidad, más aún, la necesidad anímica, mental, física y espiritual de plantear el mi(ni)sterio de Jesucristo desde una perspectiva que satisfaga mis inquietudes por encontrar un sentido trascendente a mi existencia, han definido mi pensamiento (con toda la soberbia intelectual que conlleva decir esto) como una "especie" de Agnosticismo cristiano. Pareciera que el hombre (descaradamente generalizo una situación personal) necesitara escaparse mentalmente de la gramática biológica que nuestros sentidos confirman: que nacemos, nos desarrollamos, envejecemos y definitivamente dejamos de existir para convertimos en polvo... y nada más. Hay algo interior en cada ser humano (denuevo generalizo), una fuerza instintiva de supervivencia que se parece mucho a la angustiante certidumbre de la nada, que nos hace buscar nuevas formas para continuar desde otras realidades el camino emprendido en esta vida. Si Aristóteles definía al hombre como un animal político que sólo encontraba plena realización dentro de la polis, Mircea Eliade habla del animal religioso como la característica esencial que distingue al hombre de todas las épocas con repecto a los demás seres vivos que habitan el planeta Tierra.



"No todo el que me dice Señor, Señor entrará en el Reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre del Cielo",... "¿Tú crees que existe un solo Dios? Haces bien; pero también los demonios creen y se estremecen. ¿Por qué no te enteras de una vez, pobre hombre bueno, de que la fe sin obras es estéril? ¿Acaso no obtuvo Abraham, nuestro antepasado, la salvación de Dios por sus obras, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? ¿Ves cómo la fe cooperaba con sus obras y por las obras se hizo perfecta su fe?", ... "Vengan a mi benditos de mi Padre, heredad el Reino preparado para ustedes desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre y me diste de comer; tuve sed y me diste de beber; fui forastero y me recogiste; estuve desnudo y me vestiste; en la cárcel y fuiste a visitarme… »".

sábado, 22 de marzo de 2008

HEROES

Treinta años tiene esta imagen. Aquí mi breve homenaje a este encuentro de hombres notables

miércoles, 6 de febrero de 2008

Cat Power: cada vez más grande


Una garrafa de vino tinto no fue suficiente para apagar los fuegos de Jukebox, la segunda compilación de covers realizada por la otrora arisca y perturbada cantante sureña ahora reconvertida en super mami del blues, Chan Marshall. No sé si su notorio cambio de imagen es también un cambio de esencia, pero intuyo en todo caso una peligrosa y atractiva vuelta de tuerca, o mejor, un estallido del talento artístico y musical de esta rabiosa e indómita belleza originaria de las planicies suburbanas de Atlanta, estado de Georgia, Unión Americana, hemisferio occidental, planeta Tierra.
Chan Marshall es tan buena en el difícil arte de la evocación —en Jukebox desfilan leyendas como Hank Williams, Billie Holiday, Bob Dylan, Janis Joplin, etcétera— que sólo ella puede reeditarse a sí misma en covers como si se tratara de (creo que lo es) un clásico; o como dijera un crítico de la revista Spin refiriéndose a su reinterpretación de titanes como James Brown o Joni Mitchell, escuchen las versiones de Cat Power y cuestionarán la integridad de los originales.
La imagen platinada de una Chan Marshall despampanante en la portada de Jukebox, quien según sus propias palabras ha dejado de vestirse como un dude y prefiere los diseños de Marc Jacobs así como un par de botas marca Ugg con las cuales resaltar sus piernas suculentas; el triunfo en la guerra contra su reputada inseguridad y proverbial timidez escénica; sus reiteradas promesas sobre el fin de los tiempos de autodestrucción y exceso; sus días en una clínica de rehabilitación y el cotidiano cara a cara con el fantasma del alcohol; la aceptación y alarde de su descarada belleza; el blues siempre soberbio; todo, todo eso, lo lleva a uno a pensar e incluso a temer –vaya estupidez: como si el malditismo decimonónico mantuviera el prestigio que todavía le atribuyen ciertas almas dizque maliciosas y cinicotas– que el ángel iracundo llamado Chan Marshall haya recuperado sus alas rotas y se disponga a empezar una nueva, bienaventurada y demasiado prometedora era. Falsos temores: sería como si un desconcertado Tom Waits comenzara un día a cantar con una armoniosa voz de terciopelo azul; como si una sosegada y por lo tanto imposible Nina Simone hubiera cantado loas al buen humor en sus impredecibles presentaciones ante el público; como si una noche te cruzaras con el poeta J.M. Fonollosa entrando al bar del brazo de una soñolienta ama de casa; como si las historias de Raymond Carver corrieran el riesgo de pasar por relatos de superación personal o John Fante dejara de hablar en sus novelas de tipos atribulados que cubren los hoyos en las suelas de sus zapatos con un pedazo de cartón. Puros temores y lamentos vacuos. Pero algo irresistible ocurre con Cat Power: se llevó la desesperación y nos ha dejado la belleza.

miércoles, 23 de enero de 2008

Literatura y Vida


Muchas veces me ha ocurrido, en ferias del libro o librerías, que un señor se me acerque con un libro mío en las manos y me pida una firma, precisando: "Es para mi mujer, o mi hijita, o mi hermana, o mi madre; ella, o ellas, son grandes lectoras y les encanta la literatura". Yo le pregunto, de inmediato: "¿Y, usted, no lo es? ¿No le gusta leer?" La respuesta rara vez falla: "Bueno, sí, claro que me gusta, pero yo soy una persona muy ocupada, sabe usted". Sí, lo sé muy bien, porque he oído esa explicación decenas de veces: ese señor, esos miles de miles de señores iguales a él, tienen tantas cosas importantes, tantas obligaciones y responsabilidades en la vida, que no pueden desperdiciar su precioso tiempo pasando horas de horas enfrascados en una novela, un libro de poemas o un ensayo literario. Según esta extendida concepción, la literatura es una actividad prescindible, un entretenimiento, seguramente elevado y útil para el cultivo de la sensibilidad y las maneras, un adorno que pueden permitirsequienes disponen de mucho tiempolibre para la recreación, y que habría que filiar entre los deportes, el cine, el bridge o el ajedrez, pero que puede ser sacrificado sin escrúpulos a la hora deestablecer una tabla de prioridades en los quehaceres y compromisos indispensables de la lucha por la vida. Es cierto que la literatura ha pasado a ser, cada vez más, una actividad femenina: en las librerías, en las conferencias o recitales de escritores, y, por supuesto, en los departamentos y facultades universitarios dedicados a las letras, las faldas derrotan a los pantalones por goleada. La explicación que se ha dado es que, en los sectores sociales medios, las mujeres leen más porque trabajan menos horas que los hombres, y, también, que muchas de ellas tienden a considerar más justificado que los varones el tiempo dedicado a la fantasía y la ilusión. Soy un tanto alérgico a estas explicaciones que dividen a hombres y mujeres en categorías cerradas y que atribuyen a cada sexo virtudes y deficiencias colectivas, de manera que no suscribo del todo dichas explicaciones. Pero de lo que no hay duda es que los lectores literarios —hay muchos lectores, pero de bazofia impresa— son cada vez menos, en general, y que, dentro de ellos, las mujeres prevalecen. Ocurre en casi todo el mundo. En España, una reciente encuesta organizada por la SGAE (Sociedad General de Autores Españoles) arrojó una comprobación alarmante: que la mitad de los ciudadanos de ese país jamás ha leído un libro. La encuesta reveló, también, que, en la minoría lectora, el número de mujeres que confiesan leer supera al de los hombres en un 6.2% y la tendencia es a que la diferencia aumente. Yo me alegro mucho por las mujeres, claro está, pero lo deploro por los hombres, y por aquellos millones de seres humanos que, pudiendo leer, han renunciado a hacerlo. No sólo porque no saben el placer que se pierden, sino, desde una perspectiva menos hedonista, porque estoy convencido de que una sociedad sin novelas, o en la que la literatura ha sido relegada, como ciertos vicios inconfesables, a los márgenes de la vida social y convertida poco menos que en un culto sectario, está condenada a barbarizarse espiritualmente y a comprometer su libertad. Me propongo en este texto formular algunas razones contra la idea de la literatura, en especial de la novela, como un pasatiempo de lujo, y a favor de considerarla, además de uno de los más estimulantes y enriquecedores quehaceres del espíritu, una actividad irremplazable para la formación del ciudadano en una sociedad moderna y democrática, de individuos libres, y que, por lo mismo, debería inculcarse en las familias desde la infancia y formar parte de todos los programas de educación como una disciplina básica. Ya sabemos que ocurre lo contrario, que la literatura tiende aencogerse e, incluso, a desaparecer del currículo escolar como si se tratara de una enseñanza prescindible. Vivimos en una era de especialización del conocimiento, debido al prodigioso desarrollo de la ciencia y la técnica, y a su fragmentación en innumerables avenidas y compartimentos, sesgo de la cultura que sólo puede acentuarse en los años venideros. La especialización trae, sin duda, muchos beneficios, pues ella permite profundizar en la exploración y la experimentación, y es el motor del progreso. Pero tiene, también, como consecuencia negativa, el ir eliminando esos denominadores comunes de la cultura gracias a los cuales los hombres y las mujeres pueden coexistir, comunicarse y sentirse de alguna manera solidarios. La especialización conduce a la incomunicación social, al cuarteamiento del conjunto de seres humanos en asentamientos o guetos culturales de técnicos y especialistas a los que un lenguaje, unos códigos y una información progresivamente sectorizada y parcial, confinan en aquel particularismo contra el que nos alertaba el viejísimo refrán: no concentrarse tanto en la rama o la hoja como para olvidar que ellas son partes de un árbol, y éste, de un bosque. De tener conciencia cabal de la existencia del bosque depende en buena medida el sentimiento de pertenencia que mantiene unido al todo social y le impide desintegrarse en una miríada de particularismos solipsistas. Y el solipsismo —de pueblos o individuos— produceparanoias y delirios, esas desfiguraciones de la realidad que a menudo generan el odio, las guerras y los genocidios. Ciencia y técnica ya no pueden cumplir aquella función cultural integradora en nuestro tiempo, precisamente por la infinitariqueza de conocimientos y la rapidezde su evolución que ha llevado a laespecialización y al uso de vocabularios herméticos.
La literatura, en cambio, a diferencia de la ciencia y la técnica, es, ha sido y seguirá siendo, mientras exista, uno de esos denominadores comunes de la experiencia humana, gracias al cual los seres vivientes se reconocen y dialogan, no importa cuán distintas sean sus ocupaciones y designios vitales, las geografías y las circunstancias en que se hallen, e, incluso, los tiempos históricos que determinen su horizonte. Los lectores de Cervantes o de Shakespeare, de Dante o de Tolstoi, nos entendemos y nos sentimos miembros de la misma especie porque, en las obras que ellos crearon, aprendimos aquello que compartimos como seres humanos, lo que permanece en todos nosotros por debajo del amplio abanico de diferencias que nos separan. Y nada defiende mejor al ser viviente contra la estupidez de los prejuicios, del racismo, de la xenofobia, de las orejeras pueblerinas del sectarismo religioso o político, o de los nacionalismos excluyentes, como esta comprobación incesante que aparece siempre en la gran literatura: la igualdad esencial de hombres y mujeres de todas las geografías yla injusticia que es establecer entre ellosformas de discriminación, sujeción oexplotación. Nada enseña mejor que las buenas novelas a ver, en las diferencias étnicas y culturales, la riqueza del patrimonio humano y a valorarlas como una manifestación de su múltiple creatividad. Leer buena literatura es divertirse, sí;pero también aprender, de esa manera directa e intensa que es la de la experiencia vivida a través de las ficciones, qué y cómo somos, en nuestra integridad humana, con nuestros actos y sueños y fantasmas, a solas y en el entramado de relaciones que nos vinculan a los otros, en nuestra presencia pública y en el secreto de nuestra conciencia, esa complejísima suma de verdades contradictorias —como las llamaba Isaiah Berlin— de que está hecha la condición humana. Ese conocimientototalizador y en vivo del ser humano, hoy, sólo se encuentra en la novela. Ni siquiera las otras ramas de las humanidades—como la filosofía, la psicología, la sociología, la historia o las artes— han podido preservar esa visión integradora y undiscurso asequible al profano, pues, bajo la irresistible presión de la cancerosadivisión y subdivisión del conocimiento, han sucumbido también al mandato de la especialización, a aislarse en parcelas cada vez más segmentadas y técnicas,cuyas ideas y lenguajes están fuera delalcance de la mujer y el hombre delcomún. No es ni puede ser el caso de la literatura, aunque algunos críticos y teorizadores se empeñen en convertirla en una ciencia, porque la ficción no existe para investigar en un área determinada de la experiencia, sino para enriquecer imaginariamente la vida, la de todos, aquella vida que no puede ser desmembrada, desarticulada, reducida a esquemas o fórmulas, sin desaparecer. Por eso, Marcel Proust afirmó: "La verdadera vida, la vida por fin esclarecida y descubierta, la única vida por lo tanto plenamente vivida, es la literatura". No exageraba, guiado por el amor a esa vocación que practicó con soberbio talento: simplemente, quería decir que, gracias a la literatura, la vida se entiende y se vive mejor, y entender y vivir la vida mejor significavivirla y compartirla con los otros. El vínculo fraterno que la novela establece entre los seres humanos, obligándolos a dialogar y haciéndolos conscientes de un fondo común, de formar parte de un mismo linaje espiritual, trasciende las barreras del tiempo. La literatura nosretrotrae al pasado y nos hermana con quienes, en épocas idas, fraguaron,gozaron y soñaron con esos textos que nos legaron y que, ahora, nos hacen gozar y soñar también a nosotros. Ese sentimiento de pertenencia a la colectividad humana a través del tiempo y el espacio es el más alto logro de la cultura y nada contribuye tanto a renovarlo en cada generación como la literatura. A Borges lo irritaba que le preguntaran: "¿Para qué sirve la literatura?" Le parecía una pregunta idiota y respondía: "¡A nadie se le ocurriría preguntarse cuál es la utilidad del canto de un canario o de los arreboles de un crepúsculo!" En efecto, si esas cosas bellas están allí y gracias a ellas la vida, aunque sea por un instante, es menos fea y menos triste, ¿no es mezquino buscarles justificaciones prácticas? Sin embargo, a diferencia del gorjeo de los pájaros o el espectáculo del sol hundiéndose en el horizonte, un poema, una novela, no están simplemente allí, fabricados por el azar o la naturaleza. Son una creación humana, y es lícito indagar cómo y por qué nacieron, y qué han dado a la humanidad para que la literatura, cuyos remotos orígenes se confunden con los de la escritura, haya durado tanto tiempo. Nacieron, como inciertos fantasmas, en la intimidad de una conciencia, proyectados a ella por las fuerzas conjugadas del inconsciente, una sensibilidad y unas emociones, a los que, en una lucha a veces a mansalva con las palabras, el poeta, el narrador, fueron dando silueta, cuerpo, movimiento, ritmo, armonía, vida. Una vida artificial, hecha de lenguaje e imaginación, que coexiste con la otra, la real, desde tiempos inmemoriales, y a la que acuden hombres y mujeres —algunos con frecuencia y otros de manera esporádica— porque la vida que tienen no les basta, no es capaz de ofrecerles todo lo que quisieran. La novela no comienza a existir cuando nace, por obra de un individuo; sólo existe de veras cuando es adoptada por los otros y pasa a formar parte de la vida social, cuando se torna, gracias a la lectura, experiencia compartida.
Uno de sus primeros efectos benéficos ocurre en el plano del lenguaje. Una comunidad sin literatura escrita se expresa con menos precisión, riqueza de matices y claridad que otra cuyo principal instrumento de comunicación, la palabra, ha sido cultivado y perfeccionado gracias a los textos literarios. Una humanidad sin novelas, no contaminada de literatura, se parecería mucho a una comunidad detartamudos y de afásicos, aquejada detremendos problemas de comunicación debido a lo basto y rudimentario de sulenguaje. Esto vale también para los individuos, claro está. Una persona que no lee, o lee poco, o lee sólo basura, puede hablar mucho pero dirá siempre pocascosas, porque dispone de un repertorio mínimo y deficiente de vocablos paraexpresarse. No es una limitación sólo verbal; es, al mismo tiempo, una limitación intelectual y de horizonte imaginario, una indigencia de pensamientos y de conocimientos, porque las ideas, los conceptos, mediante los cuales nos apropiamos de la realidad existente y de los secretos de nuestra condición, no existen disociados de las palabras a través de las cuales los reconoce y define la conciencia. Se aprende a hablar con corrección, profundidad, rigor y sutileza gracias a la buena literatura, y sólo gracias a ella. Ninguna otra disciplina, ni tampoco rama alguna de las artes, puede sustituir a la literatura en la formación del lenguaje con que se comunican las personas. Los conocimientos que nos transmiten los manuales científicos y los tratados técnicos son fundamentales; pero ellos no nos enseñan a dominar las palabras y a expresarnos con propiedad: al contrario, a menudo están muy mal escritos y delatan confusión lingüística, porque sus autores, a veces indiscutibles eminencias en su profesión, son literariamente incultos y no saben servirse del lenguaje para comunicar los tesoros conceptuales de que son poseedores. Hablar bien, disponer de un habla rica y diversa, encontrar la expresión adecuada para cada idea o emoción que se quiere comunicar, significa estar mejor preparado para pensar, enseñar, aprender, dialogar y, también, para fantasear, soñar, sentir y emocionarse. De una manera subrepticia, las palabras reverberan en todos los actos de la vida, aun en aquellos que parecen muy alejados del lenguaje. Éste, a medida que, gracias a la literatura, evolucionó hasta niveles elevados de refinamiento y matización, elevó las posibilidades del goce humano, y, en lo relativo al amor,sublimó los deseos y dio categoría de creación artística al acto sexual. Sin la literatura, no existiría el erotismo. El amor y el placer serían más pobres, carecerían de delicadeza y exquisitez, de la intensidad que alcanzan educados y azuzados por la sensibilidad y las fantasías literarias. No es exagerado decir que una pareja que ha leído a Garcilaso, a Petrarca, a Góngora y a Baudelaire ama y goza mejor que otra de analfabetos semiidiotizados por losculebrones de la televisión. En un mundo aliterario, el amor y el goce serían indi-ferenciables de los que sacian a los animales, no irían más allá de la crudasatisfacción de los instintos elementales: copular y tragar. Los medios audiovisuales tampocoestán en condiciones de suplir a la literatura en esta función: la de enseñar al ser humano a usar con seguridad y talento las riquísimas posibilidades que encierra la lengua. Por el contrario, los mediosaudiovisuales tienden, como es natural, a relegar a las palabras a un segundo plano respecto a las imágenes, que son su lenguaje primordial, y a constreñir la lengua a su expresión oral, lo mínimo indispensable y lo más alejada de su vertienteescrita, que, en la pantalla, pequeña o grande, y en los parlantes, resulta siempre soporífica. Decir de una película o un programa que es "literario" es una manera educada de llamarlo aburrido. Y, por eso, los programas literarios en la radio o la televisión rara vez conquistan al gran público; que yo sepa, la única excepción a esta regla ha sido Apostrophes, de Bernard Pivot, en Francia. Ello me lleva a pensar, también, aunque en esto admito ciertas dudas, que no sólo la literatura es indispensable para el cabal conocimiento y dominio del lenguaje, sino que lasuerte de las novelas está ligada, enmatrimonio indisoluble, a la del libro,ese producto industrial al que muchosdeclaran ya obsoleto. Entre ellos, una persona tan importante, y a la que la humanidad debe tanto en el dominio de las comunicaciones, como Bill Gates, el fundador de Microsoft. El señor Gates estuvo en Madrid hacealgunos meses, y visitó la Real AcademiaEspañola, con la que Microsoft ha echado las bases de lo que, ojalá, sea una fecunda colaboración. Entre otras cosas, Bill Gates aseguró a los académicos que se ocupará personalmente de que la letra ñ no sea desarraigada nunca de los ordenadores, promesa que, claro está, nos ha hecho lanzar un suspiro de alivio a loscuatrocientos millones de hispanohablantes de los cinco continentes a los que la mutilación de aquella letra esencial en el ciberespacio hubiera creado problemas babélicos. Ahora bien, inmediatamente después de esta amable concesión a lalengua española, y entiendo que sinsiquiera abandonar el local de la Real Academia, Bill Gates afirmó en conferencia de prensa que espera no morirse sin haber realizado su mayor designio. ¿Y cuál es éste? Acabar con el papel, y, por lo tanto, con los libros, mercancías que a su juicio son ya de un anacronismo pertinaz. El señor Gates explicó que las pantallas del ordenador están en condiciones de reemplazar exitosamente al papel entodas las funciones que éste ha asumido hasta ahora, y que, además de ser menos onerosas, quitar menos espacio y ser más transportables, las informaciones y laliteratura vía pantalla, en lugar de víaperiódicos y libros, tendrán la ventajaecológica de poner fin a la devastación de los bosques, cataclismo que por lo visto es consecuencia de la industria papelera. Las gentes continuarán leyendo, explicó, por supuesto, pero en las pantallas, y, de este modo, habrá más clorofila en elmedio ambiente. Yo no estaba presente —conozco estos detalles por la prensa—, pero, si lo hubiera estado, hubiera abucheado al señor Bill Gates por anunciar allí, sin el menor impudor, su intención de enviarnos al paro a mí y a tantos de mis colegas, los escribidores librescos. ¿Puede la pantalla reemplazar al libro en todos los casos, como afirma el creador de Microsoft? No estoy tan seguro. Lo digo sin desconocer, en absoluto, la gigantesca revolución que en el campo de las comunicaciones y la información ha significado el desarrollo de las nuevas técnicas, como Internet, que cada día me presta una invalorable ayuda en mi propio trabajo. Pero de allí a admitir que la pantalla electrónica puede suplir al papel en lo que se refiere a las lecturas literarias, hay un trecho que no alcanzo a franquear. Simplemente no consigo hacerme a la idea de que la lectura no funcional ni pragmática, aquella que no busca una información ni una comunicación de utilidad inmediata, pueda integrarse en la pantalla de un ordenador, al ensueño y la fruición de la palabra con la misma sensación de intimidad, con la misma concentración y aislamiento espiritual, con que lo hace a través del libro.
Es, tal vez, un prejuicio, resultante de la falta de práctica, de la ya larga identificación en mi experiencia de la literatura con los libros de papel, pero, aunque con mucho gusto navego por el Internet en busca de las noticias del mundo, no se me ocurriría recurrir a él para leer los poemas de Góngora, una novela de Onetti o de Calvino o un ensayo de Octavio Paz, porque sé positivamente que el efecto de esa lectura jamás sería el mismo. Tengo el convencimiento, que no puedo justificar, de que, con la desaparición del libro, la literatura recibiría un serio maltrato, acaso mortal. El nombre no desaparecería, por supuesto; pero probablemente serviría para designar un tipo de textos tan alejados de lo que ahora entendemos por literatura como lo están los programas televisivos de cotilleo sobre los famosos del jet-set o El Gran Hermano de las tragedias de Sófocles y de Shakespeare. Otra razón para dar a la novela una plaza importante en la vida de las naciones es que, sin ella, el espíritu crítico, motor del cambio histórico y el mejor valedor de su libertad con que cuentan los pueblos, sufriría una merma irremediable. Porque toda buena literatura es un cuestionamiento radical del mundo en quevivimos. En todo gran texto de ficción, y sin que muchas veces lo hayan querido sus autores, alienta una predisposiciónsediciosa. La literatura no dice nada a los seres humanos satisfechos con su suerte, a quienes colma la vida tal como la viven. Ella es alimento de espíritus indóciles y propagadora de inconformidad, un refugio para aquel al que sobra o falta algo, en la vida, para no ser infeliz, para no sentirse incompleto, sin realizar en sus aspiraciones. Salir a cabalgar junto al escuálidoRocinante y su desbaratado jinete por los descampados de La Mancha, recorrer los mares en pos de la ballena blanca con el capitán Ahab, tragarnos el arsénico con Emma Bovary o convertirnos en uninsecto con Gregorio Samsa, es una manera astuta que hemos inventado a fin de desagraviarnos a nosotros mismos de las ofensas e imposiciones de esa vida injusta que nos obliga a ser siempre los mismos, cuando quisiéramos ser muchos, tantos como requerirían para aplacarselos incandescentes deseos de que estamos poseídos.La novela sólo apacigua momentáneamente esa insatisfacción vital, pero, en ese milagroso intervalo, en esa suspensión provisional de la vida en que nos sume la ilusión literaria —que parece arrancarnos de la cronología y de la historia y convertirnos en ciudadanos de una patria sin tiempo, inmortal— somos otros. Másintensos, más ricos, más complejos, más felices, más lúcidos, que en la constreñida rutina de nuestra vida real. Cuando, cerrado el libro, abandonada la ficción, regresamos a aquélla y la cotejamos con el esplendoroso territorio que acabamos de dejar, qué decepción nos espera. Es decir, esta tremenda comprobación: que la vida soñada de la novela es mejor —más bella y más diversa, más comprensible y perfecta— que aquella que vivimos cuando estamos despiertos, una vida doblegada por las limitaciones y servidumbres de nuestra condición. En este sentido, la buena literatura es siempre —aunque no lo pretenda ni lo advierta— sediciosa, insumisa, revoltosa: un desafío a lo que existe. La literatura nos permite vivir en un mundo cuyas leyes transgreden lasleyes inflexibles por las que transcurre nuestra vida real, emancipados de la cárcel del espacio y del tiempo, en la impunidad para el exceso y dueños de una soberanía que no conoce límites. ¿Cómo no quedaríamos defraudados, luego de leer La guerra y la paz o En busca del tiempo perdido, al volver a este mundo de pequeñeces sin cuento, de fronteras y prohibiciones que nos acechan por doquier y que, a cada paso, corrompen nuestras ilusiones? Esa es, acaso, más incluso que la de mantener la continuidad de la cultura y la de enriquecer el lenguaje, la mejor contribución de la literatura al progreso humano:recordarnos (sin proponérselo en lamayoría de los casos) que el mundo está mal hecho, que mienten quienes pretenden lo contrario —por ejemplo, lospoderes que lo gobiernan—, y que podría estar mejor, más cerca de los mundos que nuestra imaginación y nuestro verbo son capaces de inventar. Una sociedad democrática y libre necesita ciudadanos responsables y críticos, conscientes de la necesidad de someter continuamente a examen el mundo en que vivimos para tratar de acercarlo —empresa siempre quimérica— a aquel en que quisiéramos vivir; pero, gracias a su terquedad en alcanzar aquel sueño inalcanzable —casar la realidad con losdeseos— ha nacido y avanzado la civilización, y llevado al ser humano a derrotar a muchos —no a todos, por supuesto— demonios que lo avasallaban. Y no existe mejor fermento de insatisfacción frente a lo existente que la buena literatura. Para formar ciudadanos críticos e independientes, difíciles de manipular, en permanente movilización espiritual y con una imaginación siempre en ascuas, nadacomo las buenas novelas. Ahora bien, llamar sediciosa a la literatura porque las bellas ficciones desarrollan en los lectores una conciencia alerta respecto de las imperfecciones del mundo real no significa, claro está, como creen las iglesias y los gobiernos que establecen censuras para atenuar o anular su carga subversiva, que los textos literarios provoquen inmediatas conmociones sociales o aceleren las revoluciones. Entramos aquí en un terreno resbaladizo, subjetivo, en el que conviene moverse con prudencia. Los efectos sociopolíticos de un poema, de un drama o de una novela son inverificables porque ellos no se dan casi nunca de manera colectiva, sino individual, lo que quiere decir que varían enormemente de una a otra persona. Por ello es difícil, para no decir imposible, establecer pautas precisas. De otro lado, muchas veces estos efectos, cuando resultan evidentes en el ámbito colectivo, pueden tener poco que ver con la calidad estética del texto que los produce. Por ejemplo, una mediocre novela, La cabaña del tío Tom, de Harriet Elizabeth Beecher Stowe, parece haber desempeñado unpapel importantísimo en la toma deconciencia social en Estados Unidossobre los horrores de la esclavitud. Pero que estos efectos sean difíciles de identificar no implica que no existan. Sino que ellos se dan, de manera indirecta y múltiple, a través de las conductas y acciones de los ciudadanos cuya personalidad las novelas contribuyeron a modelar. La buena literatura, a la vez que apacigua momentáneamente la insatisfacción humana, la incrementa, y, desarrollando una sensibilidad inconformistaante la vida, hace a los seres humanos más aptos para la infelicidad. Vivir insatisfecho, en pugna contra la existencia, es empeñarse en buscar tres pies al gato sabiendo que tiene cuatro, condenarse, en cierta forma, a librar esas batallas que libraba el coronel Aureliano Buendía, de Cien años de soledad, sabiendo que las perdería todas. Esto es probablemente cierto; pero también lo es que, sin la insatisfacción y la rebeldía contra la mediocridad y la sordidez de la vida, los seres humanos viviríamos todavía en un estado primitivo, la historia se hubiera estancado, no habría nacido el individuo, ni la ciencia ni la tecnología hubieran despegado, ni los derechos humanos serían reconocidos, ni la libertad existiría, pues todos ellos son criaturas nacidas a partir de actos de insumisión contra una vida percibida como insuficiente e intolerable. Para esteespíritu que desacata la vida tal como es, y busca, con la insensatez de un Alonso Quijano (cuya locura, recordemos, nació de leer novelas de caballerías), materializar el sueño, lo imposible, la literatura ha servido de formidable combustible. Hagamos un esfuerzo de reconstrucción histórica fantástica, imaginando un mundo sin literatura, una humanidad que no hubiera leído novelas. En aquella civilización ágrafa, de léxico liliputense, en la que prevalecerían acaso sobre laspalabras los gruñidos y la gesticulación simiesca, no existirían ciertos adjetivos formados a partir de las creaciones literarias: quijotesco, kafkiano, pantagruélico, rocambolesco, orwelliano, sádico y masoquista, entre muchos otros. Habría locos, víctimas de paranoias y delirios de persecución, y gentes de apetitos descomunales y excesos desaforados, y bípedos que gozarían recibiendo o infligiendo dolor, ciertamente. Pero no habríamos aprendido a ver detrás de esas conductas excesivas, en entredicho con la supuesta normalidad, aspectos esenciales de la condición humana, es decir, de nosotros mismos, algo que sólo el talento creador de Cervantes, de Kafka, de Rabelais, de Sade o de Sacher-Masoch nos reveló. Cuando apareció el Quijote, los primeros lectores se mofaban de ese iluso extravagante, igual que lo hacían los demás personajes de la novela. Ahora sabemos que el empeño del Caballero de la Triste Figura en ver gigantes donde hay molinos y hacer todos los disparates que hace es la más alta forma de la generosidad, una manera de protestar contra las miserias de este mundo y de intentar cambiarlo. Las nociones mismas de ideal y de idealismo, tan impregnadas de una valencia moral positiva, no serían lo que son —es decir, valores diáfanos y respetables— sin haberse encarnado en aquel personaje de novela con la fuerza persuasiva que le dio el genio de Cervantes. Y lo mismo podría decirse de ese pequeño quijote pragmático y con faldas que fue Emma Bovary —el bovarismo no existiría, claro está—, que luchó también con ardor por vivir esa vida esplendorosa, de pasiones y lujo, que conoció por las novelas, y que se quemó en ese fuego como la mariposa que se acerca demasiado a la llama. Como las de Cervantes y Flaubert, las invenciones de todos los grandes creadores literarios, a la vez que nos arrebatan a nuestra cárcel realista y nos llevan y traen por mundos de fantasía, nos abren los ojos sobre aspectos desconocidos y secretos de nuestra condición, y nos equipan para explorary entender mejor los abismos de lohumano. Decir "borgeano" es inmediatamente despegar de la rutinaria realidad racional y acceder a una fantástica, una rigurosa y elegante construcción mental, casi siempre laberíntica, impregnada de referencias y alusiones librescas, cuya singularidad no nos es, sin embargo,extraña, porque en ella reconocemosrecónditas apetencias y verdades íntimas de nuestra personalidad que sólo gracias a las creaciones literarias de un Jorge Luis Borges tomaron forma. El adjetivo kafkiano viene naturalmente a nuestra mente, como el fogonazo de una de esas antiguas cámaras fotográficas con brazo de acordeón, cada vez que nos sentimos amenazados, como individuos inermes, por esas maquinarias opresoras y destructivas que tanto dolor, abusos e injusticias han causado en el mundo moderno: los regímenes autoritarios, los partidos verticales, las iglesias intolerantes, las burocracias asfixiantes. Sin los cuentos y novelas de ese atormentado judío de Praga que escribía en alemán y vivió siempre al acecho, no hubiéramos sido capaces de entender con la lucidez que hoy es posible hacerlo el sentimiento de indefensión y de impotencia del individuo aislado, o de las minorías discriminadas y perseguidas, ante los poderes omnímodos que pueden pulverizarlos y borrarlos sin que los verdugos tengan siquiera que mostrar las caras. El adjetivo orwelliano, primo hermano de kafkiano, alude a la angustia opresiva y a la sensación de absurdidad extrema que generan las dictaduras totalitarias del siglo veinte, las más refinadas, crueles y absolutas de la historia, en su control de los actos, las psicologías y hasta los sueños de los miembros de una sociedad. En sus novelas más célebres, Animal Farm y 1984, George Orwell describió, con tintes helados y pesadillescos, una humanidad sometida al control de Big Brother, un amo absoluto que, mediante la eficiente combinación de terror y moderna tecnología, ha eliminado la libertad, la espontaneidad y la igualdad —en ese mundoalgunos son "más iguales que los demás"— y convertido la sociedad en una colmena de autómatas humanos, programados ni más ni menos que como los robots. No sólo las conductas obedecen a los designios del poder; también el lenguaje, el Newspeak, ha sido depurado de toda coloración individualista, de toda invención y matización subjetiva, transformado en sartas de tópicos y clisés impersonales, lo que refrenda la servidumbre de los individuos al sistema. ¿Pero, acaso tienesentido hablar todavía de "individuos" en relación con esos seres sin soberanía, ni vida propia, en esos miembros de unrebaño manipulados desde la cuna hasta la tumba por el poder de la pesadillaorwelliana? Es verdad que la profecía siniestra de 1984 no se materializó en la historia real, y que, como habíaocurrido con los totalitarismos fascista y nazi, el comunismo totalitario desapareció en la URSS y comenzó a deteriorarse luego en China y en esosanacronismos que son todavía Cuba y Corea del Norte. Pero el vocabloorwelliano sigue ahí, vigente, comorecordatorio de una de las experiencias político-sociales más devastadoras sufridas por la civilización, yque las novelas y ensayos de GeorgeOrwell nos ayudaron a entender en sus mecanismos más recónditos. De donde resulta que la irrealidad y las mentiras de la literatura son también un precioso vehículo para el conocimiento de verdades recónditas de la realidad humana. Estas verdades no son siempre halagüeñas, a veces el semblante que se delinea en el espejo que las novelas y poemas nos ofrecen de nosotros mismos es el de un monstruo. Ocurre cuando leemos las horripilantes carnicerías sexuales fantaseadas por el divino marqués, o las tétricas dilaceraciones y sacrificios que pueblan los libros malditos de un Sacher-Masoch o un Bataille. A veces, el espectáculo es tan ofensivo y feroz que resulta irresistible. Y, sin embargo, lo peor de esas páginas no es la sangre, la humillación y las abyectas torturas y retorcimientos que las afiebran; es descubrir que esa violencia y desmesura no nos son ajenas, que están lastradas de humanidad, que esos monstruos ávidos de transgresión y exceso se agazapan en lo más íntimo de nuestro ser y que, desde las sombras que habitan, aguardan una ocasión propicia para manifestarse, para imponer su ley de los deseos en libertad, que acabaría con la racionalidad, la convivencia y acaso la existencia. No la ciencia, sino la literatura, ha sido la primera en bucear las simas del fenómeno humano y descubrir el escalofriante potencial destructivo y autodestructor que también lo conforma. Así pues, un mundo sin novelas sería en parte ciego sobre esos fondos terribles donde a menudo yacen las motivaciones de las conductas y los comportamientos inusitados, y, por lo mismo, tan injusto contra el que es distinto, como aquel que, en un pasado no tan remoto, creía a los zurdos, a los gafos y a los gagos poseídos por el demonio, y seguiría practicando tal vez, como hasta no hace mucho tiempo ciertas tribus amazónicas, el perfeccionismo atroz de ahogar en los ríos alos recién nacidos con defectos físicos. Incivil, bárbaro, huérfano de sensibilidad y torpe de habla, ignorante y ventral, negado para la pasión y el erotismo, el mundo sin novelas de esta pesadilla que trato de delinear tendría, como su rasgo principal, el conformismo, el sometimiento generalizado de los sereshumanos a lo establecido. También eneste sentido sería un mundo animal. Los instintos básicos decidirían las rutinas cotidianas de una vida lastrada por lalucha por la supervivencia, el miedo a lo desconocido, la satisfacción de las necesidades físicas, en la que no habría cabida para el espíritu y en la que, a la monotonía aplastadora del vivir, acompañaría como sombra siniestra el pesimismo, la sensación de que la vida humana es lo que tenía que ser y que así será siempre, y que nada ni nadie podrá cambiarlo. Cuando se imagina un mundo así, hay la tendencia a identificarlo de inmediato con lo primitivo y el taparrabos, con las pequeñas comunidades mágico-religiosas que viven al margen de la modernidad en América Latina, Oceanía y África. La verdad es que el formidable desarrollo de los medios audiovisuales en nuestra época, que, de un lado, han revolucionado las comunicaciones haciéndonos a todos los hombres y mujeres del planeta copartícipes de la actualidad y, de otro, monopolizan cada vez más el tiempo que los seres vivientes dedican al ocio y a la diversión arrebatándoselo ala lectura, permite concebir, como unposible escenario histórico del futuro mediato, una sociedad modernísima,erizada de ordenadores, pantallas y parlantes, y sin libros, o, mejor dicho, en la que los libros —la literatura— habrían pasado a ser lo que la alquimia en la era de la física: una curiosidad anacrónica, practicada en las catacumbas de la civilización mediática por unas minorías neuróticas. Ese mundo cibernético, me temo mucho, a pesar de su prosperidad y poderío, de sus altos niveles de vida y de sus hazañas científicas, sería profundamente incivilizado, aletargado, sin espíritu, una resignada humanidad de robots que habrían abdicado de la libertad. Desde luego que es más que improbable que esta tremendista perspectiva se llegue jamás a concretar. La historia no está escrita, no hay un destino preestablecido que haya decidido por nosotros lo que vamos a ser. Depende enteramente de nuestra visión y voluntad que aquella macabra utopía se realice o eclipse. Si queremos evitar que con las novelas desaparezca, o quede arrinconada en el desván de las cosas inservibles, esa fuente motivadora de la imaginación y la insatisfacción, que nos refina lasensibilidad y enseña a hablar con elocuencia y rigor, y nos hace más libres y de vidas más ricas e intensas, hay queactuar. Hay que leer los buenos libros, e incitar y enseñar a leer a los que vienen detrás —en las familias y en las aulas, en los medios y en todas las instancias de la vida común— como un quehacer imprescindible, porque él impregna y enriquece a todos los demás.
(Del libro La verdad de las mentiras, 2000).

domingo, 20 de enero de 2008

Discurso de Joseph Brodsky al recibir el premio Nobel de Literatura (1987)


I For someone rather private, for someone who all his life has preferred his private condition to any role of social significance, and who went in this preference rather far - far from his motherland to say the least, for it is better to be a total failure in democracy than a martyr or the crème de la crème in tyranny - for such a person to find himself all of a sudden on this rostrum is a somewhat uncomfortable and trying experience.This sensation is aggravated not so much by the thought of those who stood here before me as by the memory of those who have been bypassed by this honor, who were not given this chance to address 'urbi et orbi', as they say, from this rostrum and whose cumulative silence is sort of searching, to no avail, for release through this speaker.The only thing that can reconcile one to this sort of situation is the simple realization that - for stylistic reasons, in the first place - one writer cannot speak for another writer, one poet for another poet especially; that had Osip Mandelstam, or Marina Tsvetaeva, or Robert Frost, or Anna Akhmatova, or Wystan Auden stood here, they couldn't have helped but speak precisely for themselves, and that they, too, might have felt somewhat uncomfortable.These shades disturb me constantly; they are disturbing me today as well. In any case, they do not spur one to eloquence. In my better moments, I deem myself their sum total, though invariably inferior to any one of them individually. For it is not possible to better them on the page; nor is it possible to better them in actual life. And it is precisely their lives, no matter how tragic or bitter they were, that often move me - more often perhaps than the case should be - to regret the passage of time. If the next life exists - and I can no more deny them the possibility of eternal life than I can forget their existence in this one - if the next world does exist, they will, I hope, forgive me and the quality of what I am about to utter: after all, it is not one's conduct on the podium which dignity in our profession is measured by.I have mentioned only five of them, those whose deeds and whose lot matter so much to me, if only because if it were not for them, I, both as a man and a writer, would amount to much less; in any case, I wouldn't be standing here today. There were more of them, those shades - better still, sources of light: lamps? stars? - more, of course, than just five. And each one of them is capable of rendering me absolutely mute. The number of those is substantial in the life of any conscious man of letters; in my case, it doubles, thanks to the two cultures to which fate has willed me to belong. Matters are not made easier by thoughts about contemporaries and fellow writers in both cultures, poets, and fiction writers whose gifts I rank above my own, and who, had they found themselves on this rostrum, would have come to the point long ago, for surely they have more to tell the world than I do.I will allow myself, therefore, to make a number of remarks here - disjointed, perhaps stumbling, and perhaps even perplexing in their randomness. However, the amount of time allotted to me to collect my thoughts, as well as my very occupation, will, or may, I hope, shield me, at least partially, against charges of being chaotic. A man of my occupation seldom claims a systematic mode of thinking; at worst, he claims to have a system - but even that, in his case, is borrowing from a milieu, from a social order, or from the pursuit of philosophy at a tender age. Nothing convinces an artist more of the arbitrariness of the means to which he resorts to attain a goal - however permanent it may be - than the creative process itself, the process of composition. Verse really does, in Akhmatova's words, grow from rubbish; the roots of prose are no more honorable.IIIf art teaches anything (to the artist, in the first place), it is the privateness of the human condition. Being the most ancient as well as the most literal form of private enterprise, it fosters in a man, knowingly or unwittingly, a sense of his uniqueness, of individuality, of separateness - thus turning him from a social animal into an autonomous "I". Lots of things can be shared: a bed, a piece of bread, convictions, a mistress, but not a poem by, say, Rainer Maria Rilke. A work of art, of literature especially, and a poem in particular, addresses a man tete-a-tete, entering with him into direct - free of any go-betweens - relations.It is for this reason that art in general, literature especially, and poetry in particular, is not exactly favored by the champions of the common good, masters of the masses, heralds of historical necessity. For there, where art has stepped, where a poem has been read, they discover, in place of the anticipated consent and unanimity, indifference and polyphony; in place of the resolve to act, inattention and fastidiousness. In other words, into the little zeros with which the champions of the common good and the rulers of the masses tend to operate, art introduces a "period, period, comma, and a minus", transforming each zero into a tiny human, albeit not always pretty, face.The great Baratynsky, speaking of his Muse, characterized her as possessing an "uncommon visage". It's in acquiring this "uncommon visage" that the meaning of human existence seems to lie, since for this uncommonness we are, as it were, prepared genetically. Regardless of whether one is a writer or a reader, one's task consists first of all in mastering a life that is one's own, not imposed or prescribed from without, no matter how noble its appearance may be. For each of us is issued but one life, and we know full well how it all ends. It would be regrettable to squander this one chance on someone else's appearance, someone else's experience, on a tautology - regrettable all the more because the heralds of historical necessity, at whose urging a man may be prepared to agree to this tautology, will not go to the grave with him or give him so much as a thank-you.Language and, presumably, literature are things that are more ancient and inevitable, more durable than any form of social organization. The revulsion, irony, or indifference often expressed by literature towards the state is essentially a reaction of the permanent - better yet, the infinite - against the temporary, against the finite. To say the least, as long as the state permits itself to interfere with the affairs of literature, literature has the right to interfere with the affairs of the state. A political system, a form of social organization, as any system in general, is by definition a form of the past tense that aspires to impose itself upon the present (and often on the future as well); and a man whose profession is language is the last one who can afford to forget this. The real danger for a writer is not so much the possibility (and often the certainty) of persecution on the part of the state, as it is the possibility of finding oneself mesmerized by the state's features, which, whether monstrous or undergoing changes for the better, are always temporary.The philosophy of the state, its ethics - not to mention its aesthetics - are always "yesterday". Language and literature are always "today", and often - particularly in the case where a political system is orthodox - they may even constitute "tomorrow". One of literature's merits is precisely that it helps a person to make the time of his existence more specific, to distinguish himself from the crowd of his predecessors as well as his like numbers, to avoid tautology - that is, the fate otherwise known by the honorific term, "victim of history". What makes art in general, and literature in particular, remarkable, what distinguishes them from life, is precisely that they abhor repetition. In everyday life you can tell the same joke thrice and, thrice getting a laugh, become the life of the party. In art, though, this sort of conduct is called "cliché".Art is a recoilless weapon, and its development is determined not by the individuality of the artist, but by the dynamics and the logic of the material itself, by the previous fate of the means that each time demand (or suggest) a qualitatively new aesthetic solution. Possessing its own genealogy, dynamics, logic, and future, art is not synonymous with, but at best parallel to history; and the manner by which it exists is by continually creating a new aesthetic reality. That is why it is often found "ahead of progress", ahead of history, whose main instrument is - should we not, once more, improve upon Marx - precisely the cliché.Nowadays, there exists a rather widely held view, postulating that in his work a writer, in particular a poet, should make use of the language of the street, the language of the crowd. For all its democratic appearance, and its palpable advantages for a writer, this assertion is quite absurd and represents an attempt to subordinate art, in this case, literature, to history. It is only if we have resolved that it is time for Homo sapiens to come to a halt in his development that literature should speak the language of the people. Otherwise, it is the people who should speak the language of literature.On the whole, every new aesthetic reality makes man's ethical reality more precise. For aesthetics is the mother of ethics; The categories of "good" and "bad" are, first and foremost, aesthetic ones, at least etymologically preceding the categories of "good" and "evil". If in ethics not "all is permitted", it is precisely because not "all is permitted" in aesthetics, because the number of colors in the spectrum is limited. The tender babe who cries and rejects the stranger or who, on the contrary, reaches out to him, does so instinctively, making an aesthetic choice, not a moral one.Aesthetic choice is a highly individual matter, and aesthetic experience is always a private one. Every new aesthetic reality makes one's experience even more private; and this kind of privacy, assuming at times the guise of literary (or some other) taste, can in itself turn out to be, if not as guarantee, then a form of defense against enslavement. For a man with taste, particularly literary taste, is less susceptible to the refrains and the rhythmical incantations peculiar to any version of political demagogy. The point is not so much that virtue does not constitute a guarantee for producing a masterpiece, as that evil, especially political evil, is always a bad stylist. The more substantial an individual's aesthetic experience is, the sounder his taste, the sharper his moral focus, the freer - though not necessarily the happier - he is.It is precisely in this applied, rather than Platonic, sense that we should understand Dostoevsky's remark that beauty will save the world, or Matthew Arnold's belief that we shall be saved by poetry. It is probably too late for the world, but for the individual man there always remains a chance. An aesthetic instinct develops in man rather rapidly, for, even without fully realizing who he is and what he actually requires, a person instinctively knows what he doesn't like and what doesn't suit him. In an anthropological respect, let me reiterate, a human being is an aesthetic creature before he is an ethical one. Therefore, it is not that art, particularly literature, is a by-product of our species' development, but just the reverse. If what distinguishes us from other members of the animal kingdom is speech, then literature - and poetry in particular, being the highest form of locution - is, to put it bluntly, the goal of our species.I am far from suggesting the idea of compulsory training in verse composition; nevertheless, the subdivision of society into intelligentsia and "all the rest" seems to me unacceptable. In moral terms, this situation is comparable to the subdivision of society into the poor and the rich; but if it is still possible to find some purely physical or material grounds for the existence of social inequality, for intellectual inequality these are inconceivable. Equality in this respect, unlike in anything else, has been guaranteed to us by nature. I am speaking not of education, but of the education in speech, the slightest imprecision in which may trigger the intrusion of false choice into one's life. The existence of literature prefigures existence on literature's plane of regard - and not only in the moral sense, but lexically as well. If a piece of music still allows a person the possibility of choosing between the passive role of listener and the active one of performer, a work of literature - of the art which is, to use Montale's phrase, hopelessly semantic - dooms him to the role of performer only.In this role, it would seem to me, a person should appear more often than in any other. Moreover, it seems to me that, as a result of the population explosion and the attendant, ever-increasing atomization of society (i.e., the ever-increasing isolation of the individual), this role becomes more and more inevitable for a person. I don't suppose that I know more about life than anyone of my age, but it seems to me that, in the capacity of an interlocutor, a book is more reliable than a friend or a beloved. A novel or a poem is not a monologue, but the conversation of a writer with a reader, a conversation, I repeat, that is very private, excluding all others - if you will, mutually misanthropic. And in the moment of this conversation a writer is equal to a reader, as well as the other way around, regardless of whether the writer is a great one or not. This equality is the equality of consciousness. It remains with a person for the rest of his life in the form of memory, foggy or distinct; and, sooner or later, appropriately or not, it conditions a person's conduct. It's precisely this that I have in mind in speaking of the role of the performer, all the more natural for one because a novel or a poem is the product of mutual loneliness - of a writer or a reader.In the history of our species, in the history of Homo sapiens, the book is anthropological development, similar essentially to the invention of the wheel. Having emerged in order to give us some idea not so much of our origins as of what that sapiens is capable of, a book constitutes a means of transportation through the space of experience, at the speed of a turning page. This movement, like every movement, becomes a flight from the common denominator, from an attempt to elevate this denominator's line, previously never reaching higher than the groin, to our heart, to our consciousness, to our imagination. This flight is the flight in the direction of "uncommon visage", in the direction of the numerator, in the direction of autonomy, in the direction of privacy. Regardless of whose image we are created in, there are already five billion of us, and for a human being there is no other future save that outlined by art. Otherwise, what lies ahead is the past - the political one, first of all, with all its mass police entertainments.In any event, the condition of society in which art in general, and literature in particular, are the property or prerogative of a minority appears to me unhealthy and dangerous. I am not appealing for the replacement of the state with a library, although this thought has visited me frequently; but there is no doubt in my mind that, had we been choosing our leaders on the basis of their reading experience and not their political programs, there would be much less grief on earth. It seems to me that a potential master of our fates should be asked, first of all, not about how he imagines the course of his foreign policy, but about his attitude toward Stendhal, Dickens, Dostoevsky. If only because the lock and stock of literature is indeed human diversity and perversity, it turns out to be a reliable antidote for any attempt - whether familiar or yet to be invented - toward a total mass solution to the problems of human existence. As a form of moral insurance, at least, literature is much more dependable than a system of beliefs or a philosophical doctrine.Since there are no laws that can protect us from ourselves, no criminal code is capable of preventing a true crime against literature; though we can condemn the material suppression of literature - the persecution of writers, acts of censorship, the burning of books - we are powerless when it comes to its worst violation: that of not reading the books. For that crime, a person pays with his whole life; if the offender is a nation, it pays with its history. Living in the country I live in, I would be the first prepared to believe that there is a set dependency between a person's material well-being and his literary ignorance. What keeps me from doing so is the history of that country in which I was born and grew up. For, reduced to a cause-and-effect minimum, to a crude formula, the Russian tragedy is precisely the tragedy of a society in which literature turned out to be the prerogative of the minority: of the celebrated Russian intelligentsia.I have no wish to enlarge upon the subject, no wish to darken this evening with thoughts of the tens of millions of human lives destroyed by other millions, since what occurred in Russia in the first half of the Twentieth Century occurred before the introduction of automatic weapons - in the name of the triumph of a political doctrine whose unsoundness is already manifested in the fact that it requires human sacrifice for its realization. I'll just say that I believe - not empirically, alas, but only theoretically - that, for someone who has read a lot of Dickens, to shoot his like in the name of some idea is more problematic than for someone who has read no Dickens. And I am speaking precisely about reading Dickens, Sterne, Stendhal, Dostoevsky, Flaubert, Balzac, Melville, Proust, Musil, and so forth; that is, about literature, not literacy or education. A literate, educated person, to be sure, is fully capable, after reading this or that political treatise or tract, of killing his like, and even of experiencing, in so doing, a rapture of conviction. Lenin was literate, Stalin was literate, so was Hitler; as for Mao Zedong, he even wrote verse. What all these men had in common, though, was that their hit list was longer than their reading list.However, before I move on to poetry, I would like to add that it would make sense to regard the Russian experience as a warning, if for no other reason than that the social structure of the West up to now is, on the whole, analogous to what existed in Russia prior to 1917. (This, by the way, is what explains the popularity in the West of the Nineteenth-Century Russian psychological novel, and the relative lack of success of contemporary Russian prose. The social relations that emerged in Russia in the Twentieth Century presumably seem no less exotic to the reader than do the names of the characters, which prevent him from identifying with them.) For example, the number of political parties, on the eve of the October coup in 1917, was no fewer than what we find today in the United States or Britain. In other words, a dispassionate observer might remark that in a certain sense the Nineteenth Century is still going on in the West, while in Russia it came to an end; and if I say it ended in tragedy, this is, in the first place, because of the size of the human toll taken in course of that social - or chronological - change. For in a real tragedy, it is not the hero who perishes; it is the chorus.IlIAlthough for a man whose mother tongue is Russian to speak about political evil is as natural as digestion, I would here like to change the subject. What's wrong with discourses about the obvious is that they corrupt consciousness with their easiness, with the quickness with which they provide one with moral comfort, with the sensation of being right. Herein lies their temptation, similar in its nature to the temptation of a social reformer who begets this evil. The realization, or rather the comprehension, of this temptation, and rejection of it, are perhaps responsible to a certain extent for the destinies of many of my contemporaries, responsible for the literature that emerged from under their pens. It, that literature, was neither a flight from history nor a muffling of memory, as it may seem from the outside. "How can one write music after Auschwitz?" inquired Adorno; and one familiar with Russian history can repeat the same question by merely changing the name of the camp - and repeat it perhaps with even greater justification, since the number of people who perished in Stalin's camps far surpasses the number of German prisoncamp victims. "And how can you eat lunch?" the American poet Mark Strand once retorted. In any case, the generation to which I belong has proven capable of writing that music.That generation - the generation born precisely at the time when the Auschwitz crematoria were working full blast, when Stalin was at the zenith of his Godlike, absolute power, which seemed sponsored by Mother Nature herself - that generation came into the world, it appears, in order to continue what, theoretically, was supposed to be interrupted in those crematoria and in the anonymous common graves of Stalin's archipelago. The fact that not everything got interrupted, at least not in Russia, can be credited in no small degree to my generation, and I am no less proud of belonging to it than I am of standing here today. And the fact that I am standing here is a recognition of the services that generation has rendered to culture; recalling a phrase from Mandelstam, I would add, to world culture. Looking back, I can say again that we were beginning in an empty - indeed, a terrifyingly wasted - place, and that, intuitively rather than consciously, we aspired precisely to the recreation of the effect of culture's continuity, to the reconstruction of its forms and tropes, toward filling its few surviving, and often totally compromised, forms, with our own new, or appearing to us as new, contemporary content.There existed, presumably, another path: the path of further deformation, the poetics of ruins and debris, of minimalism, of choked breath. If we rejected it, it was not at all because we thought that it was the path of self-dramatization, or because we were extremely animated by the idea of preserving the hereditary nobility of the forms of culture we knew, the forms that were equivalent, in our consciousness, to forms of human dignity. We rejected it because in reality the choice wasn't ours, but, in fact, culture's own - and this choice, again, was aesthetic rather than moral.To be sure, it is natural for a person to perceive himself not as an instrument of culture, but, on the contrary, as its creator and custodian. But if today I assert the opposite, it's not because toward the close of the Twentieth Century there is a certain charm in paraphrasing Plotinus, Lord Shaftesbury, Schelling, or Novalis, but because, unlike anyone else, a poet always knows that what in the vernacular is called the voice of the Muse is, in reality, the dictate of the language; that it's not that the language happens to be his instrument, but that he is language's means toward the continuation of its existence. Language, however, even if one imagines it as a certain animate creature (which would only be just), is not capable of ethical choice.A person sets out to write a poem for a variety of reasons: to win the heart of his beloved; to express his attitude toward the reality surrounding him, be it a landscape or a state; to capture his state of mind at a given instant; to leave - as he thinks at that moment - a trace on the earth. He resorts to this form - the poem - most likely for unconsciously mimetic reasons: the black vertical clot of words on the white sheet of paper presumably reminds him of his own situation in the world, of the balance between space and his body. But regardless of the reasons for which he takes up the pen, and regardless of the effect produced by what emerges from beneath that pen on his audience - however great or small it may be - the immediate consequence of this enterprise is the sensation of coming into direct contact with language or, more precisely, the sensation of immediately falling into dependence on it, on everything that has already been uttered, written, and accomplished in it.This dependence is absolute, despotic; but it unshackles as well. For, while always older than the writer, language still possesses the colossal centrifugal energy imparted to it by its temporal potential - that is, by all time Iying ahead. And this potential is determined not so much by the quantitative body of the nation that speaks it (though it is determined by that, too), as by the quality of the poem written in it. It will suffice to recall the authors of Greek or Roman antiquity; it will suffice to recall Dante. And that which is being created today in Russian or English, for example, secures the existence of these languages over the course of the next millennium also. The poet, I wish to repeat, is language's means for existence - or, as my beloved Auden said, he is the one by whom it lives. I who write these lines will cease to be; so will you who read them. But the language in which they are written and in which you read them will remain not merely because language is more lasting than man, but because it is more capable of mutation.One who writes a poem, however, writes it not because he courts fame with posterity, although often he hopes that a poem will outlive him, at least briefly. One who writes a poem writes it because the language prompts, or simply dictates, the next line. Beginning a poem, the poet as a rule doesn't know the way it's going to come out, and at times he is very surprised by the way it turns out, since often it turns out better than he expected, often his thought carries further than he reckoned. And that is the moment when the future of language invades its present.There are, as we know, three modes of cognition: analytical, intuitive, and the mode that was known to the Biblical prophets, revelation. What distinguishes poetry from other forms of literature is that it uses all three of them at once (gravitating primarily toward the second and the third). For all three of them are given in the language; and there are times when, by means of a single word, a single rhyme, the writer of a poem manages to find himself where no one has ever been before him, further, perhaps, than he himself would have wished for. The one who writes a poem writes it above all because verse writing is an extraordinary accelerator of conscience, of thinking, of comprehending the universe. Having experienced this acceleration once, one is no longer capable of abandoning the chance to repeat this experience; one falls into dependency on this process, the way others fall into dependency on drugs or on alcohol. One who finds himself in this sort of dependency on language is, I guess, what they call a poet.

sábado, 19 de enero de 2008

Mario Vargas Llosa: ética y estética de un escritor






"Contra viento y marea" es una libro particularmente importante dentro de la extensa colección de textos que conforman la obra de Mario Vargas Losa. Las razones que hacen valorable esta colección de artículos y ensayos escritos a lo largo de veintitrés años se debe, por sobre todo, a que tienen la peculiaridad de manifestar de manera gradual un cambio estético pero por sobre todo político con respecto al rol que, según Vargas Llosa, debe asumir el artista latinoamericano. La reformulación que el escritor peruano lleva a cabo durante el tiempo que comprende esta recopilación de textos (en su mayoría periodísticos) tiene que ver con un modo de entender la práctica literaria y política que en su juventud se sustentaba en los postulados teóricos de Sartre, pero que poco a poco comienza a variar hacia una postura que lo hace alejarse de los principios cercanos a la izquierda para acercarse a una actitud más próxima al liberalismo económico-político. Esto conlleva un cuestionamiento sobre las verdaderas premisas que deben sustentar el papel de la ficción en la realidad social, más cercanas a un formalismo que, si bien, no refuta el carácter político de toda creación literaria, sí la entiende de una manera distinta en tanto sitúa a la literatura en un punto intermedio entre la acción social y las resonancias emotivas que provoca la experiencia estética de contemplar un mundo ficcional distinto, más perfecto y bello que la realidad. A partir de lo anteriormente dicho, quisiéramos abordar en este trabajo los dilemas, cavilaciones, disyuntivas y convicciones que resultan del análisis de estos artículos. Para eso daremos cuenta en este ensayo de un tema central: la relación entre la función del escritor y su compromiso político, y relacionarlas con el carácter persuasivo que tienen los textos como reflexiones que nos interpela sobre el destino de la izquierda latinoamericana. Para este fin, "Contra viento y marea", nos servirá como un "espejo" que reflejará la trayectoria estético-política que el autor ha realizado intelectualmente, y, por otra parte, cómo sus posturas han manifestado variaciones expresadas en un viaje que comenzó con una relación relativamente armoniosa con la izquierda latinoamericana para desplazarse hacia una posición que lo convierte en el símbolo del crítico liberal y anticomunista.


El joven Vargas Llosa: una incómoda inocencia

Si se pudiera reducir la trayectoria política y estética de Vargas Llosa a la figura de dos pensadores, se podría decir que en un comienzo el escritor peruano abrazó e hizo suyas las propuestas intelectuales de Sartre sobre el compromiso del escritor hacia la causa socialista, pero que después se aleja poco a poco hasta expresar una fuerte empatía hacia la posición "realista" de Camus, en donde "rectifica" sus primeras ideas para afirmar una literatura que no se asocia directa e indisolublemente al acto político. La idea es entender cómo se desarrolla esta polémica a lo largo de una serie de textos y contextos históricos que darán a entender este cambio de perspectiva en relación con la función de la literatura en el campo social.
Si leemos con detención la colección de ensayos, artículos y documentos que conforman el libro "Contra viento y marea" nos daremos cuenta que estos escritos describen el camino que lleva al autor desde un socialismo comprometido con los postulados de Sartre y los ideales marxistas que profesó (aunque siempre con ciertos alcances) hacia un paulatino desengaño que lo lleva a acercarse, a medida que realiza este recorrido, hacia una postura más liberal tanto en lo moral como en lo económico, representada en los razonamientos de Camus en cuanto a la posición del intelectual y del artista en la sociedad.
Vargas Losa desde joven sintió la inevitable inclinación a formar parte de los movimientos de izquierda. Con la distancia temporal que entrega el paso de los años, el novelista en la actualidad racionaliza esas primeras aproximaciones al comunismo como las naturales actitudes de la juventud latinoamericana frente a las necesidades de cambios estructurales para superar las injusticias sociales. En el caso particular del Perú, la juventud de Vargas Llosa coincide con la dictadura del general Odría (1948-1956), régimen político que se constituye como una era de incertidumbre, autoritarismo y confusión electoral. Este periodo político se caracterizó por estar económicamente orientado a la entrada de capital extranjero sin intervención ni restricciones por parte del estado. En este sentido, el camino del Perú contradecía el curso convencional de las políticas monetarias del resto de América Latina. Perú, de este modo, como comenta Shane Hunt, "empezó a caminar en dirección contraria" a los modelos propuestos por los países vecinos; "el régimen militar abrió paso a una mayor presencia norteamericana en algunas áreas económicas y sociales del país, como la empresa privada. Así el Estado se retiró del control de yacimientos mineros, como el de Marcona, en Ica, que pasó en 1952 a manos de una empresa norteamericana, y de actividades de explotación del petróleo". En el aspecto político, la autoridad de Odría hizo que la disidencia, en particular los apristas encabezados por Haya de la Torre, se dispersara y las libertades de expresión se hicieran mínimas. Dentro de ese contexto, volverse un simpatizante de la izquierda revolucionaria era el camino común para cualquier estudiante que recién ingresaba a la agitada vida universitaria. Y, si bien, Vargas Llosa reconoce que es en la Universidad de San Marcos en donde realiza sus primeras lecturas marxistas, también confiesa que pocos meses después siente ciertas discrepancias ideológicas que lo hacen alejarse de la izquierda más radical, interés que volvería nuevamente cuando comienza a frecuentar en París la lectura de Sartre, además de la llegada de la revolución cubana.
Nunca será exagerada describir la adhesión y la esperanza que despertó la revolución cubana entre la izquierda política y por sobre todo en los intelectuales latinoamericanos que veían al fin una posibilidad de enfrentar el imperialismo norteamericano. Vargas Llosa estaba en París al momento de la llegada de Castro al poder, y desde su posición de corresponsal escribe diversos artículos en donde alaba la experiencia cubana. Ya en 1962 escribe: "la revolución está sólidamente establecida y su liquidación sólo podría darse mediante una invasión directa y masiva de Estados Unidos", y reconoce en la figura de Fidel Castro a un ser carismático que no duda en establecer relaciones cercanas con el pueblo al momento de realizar políticas que decidan el destino de Cuba. Sin embargo, al mismo tiempo que describe la esperanzadora realidad de la isla, Vargas Losa muestra una cautela que hace que su artículo no sea una mera expresión apologética del socialismo recién en desarrollo: "es evidente en la prensa, la radio, los cursos de capacitación y las publicaciones, que existe actualmente en Cuba un empeño oficial para adoctrinar a las masas", pero esta campaña, aclara, no tiene como foco principal un dirigismo ideológico excluyente sino que tiene como fin enseñar al pueblo cubano que el marxismo es la filosofía oficial de la revolución, la que no excluye la existencia de otras corrientes ideológicas que se puedan expresar libremente, "al menos por ahora".
También de Cuba empiezan a llegar noticias alarmantes. En sus contactos con los escritores extranjeros, los escritores cubanos empiezan a hablar de coacción, de detenciones y de presos políticos. Empiezan a aparecer libros que denuncian la omnipresencia y omnipotencia de Castro en todos los sectores de la vida cubana. En esta situación, los intelectuales latinoamericanos y entre ellos los escritores que viven en París, adoptan dos posiciones diferentes. La mayoría decide apoyar a Castro; haga lo que haga, Fidel representa para ellos la ilusión de otra América Latina y también de una revolución que, si bien, tiene aspectos criticables, son entendidos como la evidencia del complejo proceso de construir una revolución constantemente coartada por dudosos gobiernos de derecha.
Ya en esta época, Vargas Llosa siente admiración por un Sartre que de manera coherente y comprometida lucha en sus escritos por la justicia social y la libertad de los pueblos, sin embargo, como ya lo dijimos en el comienzo de este trabajo, la relación que establece el escritor peruano con respecto a la concepción que tiene el marxismo de entender la realidad, y, en particular, la función que adquiere la literatura dentro de la sociedad, hace que ya desde una primera instancia discrepe con su maestro. En junio de 1964, en el artículo "Los otros contra Sartre", Vargas Losa recuerda la polémica frase que Sartre declara a una periodista del Le Monde de París: "¿Qué significa la literatura en un mundo que tiene hambre?. Como la moral, la literatura necesita ser universal. Así, pues, si quiere escribir para todos y ser leído por todos, el escritor debe alinearse junto al mayor número, estar del lado de los dos mil millones de hambrientos. Si no lo hace, será un servidor de las clases privilegiadas, y, como ella, un explotador". En última instancia, concluye Sartre, un escritor, si es necesario, debe renunciar a la literatura para servir mejor a su sociedad porque, sentencia, "la náusea, frente a un niño que se muere de hambre, no tiene poder, no tiene peso alguno, no sirve para nada". Vargas Llosa recordará, 36 años más tarde, la desilusión que le provocaron estas afirmaciones al momento de leerlas y cómo le afectaron particularmente al sentirse aludido por ser un joven novelista que se había alejado de la difícil realidad peruana para comenzar a construir una carrera literaria en Europa. Vargas Llosa trata de responder respetuosamente a Sartre situándose en una posición intermedia que de alguna forma delata su no-alineamiento irrestricto con el papel que le asignaba el marxismo a la literatura. Dice que está de acuerdo con el novelista francés Claude Simon en su réplica a los dichos de Sartre: "¿Desde cuándo se pesan en la misma balanza los cadáveres y la literatura?. Hay algo tremendamente despectivo hacia lo que se llama pueblo en esa perpetua discriminación entre las aptitudes intelectuales de las clases privilegiadas y las de las otras clases, pues, de este modo, estas últimas quedan enclaustradas en un verdadero guetto cultural". Y ante el llamado de atención que realiza Sartre a los escritores del tercer mundo, Vargas Llosa declama: "Yo, indígena de país subdesarrollado que intenta escribir novelas en París, ¿cómo no respaldaría, en esta consideración precisa, a Claude Simon?". De inmediato aclara, eso sí, que eso no significa en ningún modo entender el oficio de escribir como una profesión de fe artepurista, refutando las afirmaciones de Yves Berger, que afirmaba la total inutilidad de la literatura desde el punto de vista social. En este sentido, Vargas Llosa seguirá creyendo con relativa certeza en la "literatura comprometida", especialmente en la convicción del valor moral de las ideas sartreanas: "¿Qué quería decir comprometerse? …que escribiendo no sólo materializábamos una vocación, algo a través del cual realizábamos nuestros más íntimos anhelos, materializábamos uno predisposición anímica, espiritual que estaba en nosotros, sino que a través de ella también ejercitábamos nuestras obligaciones de ciudadanos y de alguna manera participábamos en esa empresa maravillosa y exaltante de resolver los problemas, de mejorar el mundo… Así comencé a escribir; no me sentía un político, pero hubiera sido para mí imposible concebir una literatura que estuviera totalmente de espaldas a la política".
La vigencia y la popularidad de estas propuestas estético-políticas que en la jerga cultural pasaron a llamarse con el nombre de "Literatura comprometida", tuvieron como principal promotor a Jean Paul Sartre en su libro "Situations, II" de 1947. En él se exhortaba al intelectual a entender que estaba condenado a que sus actos desencadenaran efectos históricos y sociales. De ahí que el escritor debiera ser responsable de desarrollar un pensamiento que, queriéndolo o no, tendrá consecuencias morales con respecto a los nuevos cursos que irá tomando la historia: "El escritor no es un vestal ni un Ariel; está en el asunto, haga lo que haga, marcado, comprometido". "Ya que el escritor no tiene modo alguno de evadirse, queremos que se abrace estrechamente con su época: es su única oportunidad…tal vez hubo tiempos mejores, pero éste es el nuestro". La escritura es vista no como un acto gratuito, al contrario, toda acción que realizamos (y toda palabra es un acto) tiene un significado político: "Aunque nos mantuviéramos mudos y quietos como una piedra, nuestra misma pasividad sería una acción". Y si la literatura y la poesía tienen el poder transformador de develar las injusticias y la explotación hacia las clases trabajadoras, el literato, al estar arrojado a la historia, debe elegir una perspectiva, adoptar una conciencia de clase que reivindique una revolución estructural de la sociedad: "Es inútil que el escritor simule retroceder para observar a la burguesía en su conjunto: si quiere juzgar a la burguesía, tiene que salir de ella en primer lugar y la única manera de hacerlo es identificarse con los intereses y la manera de vivir de otra clase. Como no se decide a ello, vive en la contradicción y la mala fe, ya que, a la vez, sabe y no quiere saber para quien escribe (la cursiva es mía)".
Vargas Llosa admira, a pesar de sus reservas, el hecho de que Sartre instala al intelectual y al artista como agentes modificadores de la realidad. Este compromiso con la sociedad en realidad es un compromiso hacia el oficio mismo de la escritura y a la constante insatisfacción que hace que, según Vargas Llosa, el artista construya realidades verbales paralelas destinadas a superar las miserias y la pobreza de la realidad real. Esto hace que la noción que el novelista peruano tiene sobre la función de la literatura supere las limitadas demandas propuestas por Sartre. Sin embargo, para que se diera ese proceso que lo hace separarse de la "literatura comprometida", primero hubo un momento en el que creyó (siempre con ciertas dudas sobre sus métodos) en la posibilidad de una revolución socialista. Gestos que demuestran esta determinación por creer en la labor cívica del intelectual la podemos ver reflejada en diversos textos publicados a mediados de los sesenta. En el texto "Toma de posición" (julio de 1965) firma junto a ocho peruanos un escrito en donde defiende el movimiento de las guerrillas en la sierra peruana como una forma de apoyar al campesinado que sufre la explotación, el inmovilismo y el abandono por parte del gobierno: "En estas condiciones consideramos que para que el campesino disfrute de la tierra que trabaja, para que el obrero lleve una vida digna…no queda otro camino que la lucha armada. Por ello aprobamos la lucha armada iniciada por el MIR, condenamos a la prensa interesada que desvirtúa el carácter nacionalista y reivindicatorio de las guerrillas, censuramos la violenta represión gubernamental… y ofrecemos nuestra caución moral a los hombres que en estos momentos entregan su vida para que todos los peruanos puedan vivir mejor". De igual modo, en "El papel del intelectual en los movimientos de liberación nacional" (enero de 1966), Vargas Llosa insta a atacar el sistema capitalista imperante: "somos sus adversarios y debemos luchar por su desaparición, no sólo como ciudadanos sino también como intelectuales. Y el sistema que reemplace al actual sólo puede ser socialista". Sin embargo, la crítica al sistema político-económico imperante también conlleva a una apreciación que poco a poco se irá imponiendo en la visión particular que tiene Vargas Llosa sobre la Historia y la realidad determinado por el convencimiento de creer que la función del escritor no debe estar limitada a ciertos dogmas políticos: "en el caso del creador se plantea un desgarramiento inevitable,... una terrible tensión: quiere ser fiel a una determinada concepción política y al mismo tiempo necesita ser fiel a su vocación. Si ambas coinciden, perfecto. Si divergen, surge la tensión, el desgarramiento. No debemos, empero, rehuir esa contradicción".

La literatura es fuego

Poco a poco vamos comprobando las ambiguas relaciones que desde ese lejano primer acercamiento con el marxismo en la Universidad de San Marcos se va constituyendo como constante en el trayecto escritural de Vargas Llosa. Este "desgarramiento" que vive el escritor se va radicalizando a partir de ciertos acontecimientos que lo hacen tomar partido por la imperativa independencia que debe tomar el artista ante ciertas situaciones que, a su juicio, son políticamente injustificadas. Así, en "Una insurrección permanente" (marzo de 1966) Vargas Llosa critica el enjuiciamiento y la posterior condena a los escritores rusos Siniavski y Daniel por publicar libros que veladamente satirizaban ciertos aspectos de la URSS. El novelista peruano plantea una interpretación de este hecho: "Todo indica que Siniavski Daniel son un pretexto, que su condena tiene un carácter de escarmiento preventivo, que, a través de ellos, se trata de frenar, o cuando menos, moderar, la tendencia notoriamente crítica y anticonformista que desde hace algunos años se manifiesta en la literatura soviética". Este argumento va acompañado a continuación de una especie de proclama sobre la misión social de la literatura frente a la realidad: "Al pan y al vino vino: o el socialismo decide suprimir para siempre esa facultad humana que es la creación artística y eliminar de una vez por todas a ese espécimen social que se llama el escritor, o admite la literatura en su seno y, en ese caso, no tiene más remedio que aceptar un perpetuo torrente de ironías, sátiras y críticas… Las cosas son así y no hay escapatoria: no hay creación artística sin inconformismo y rebelión. La razón de ser de la literatura es la protesta, la contradicción y la crítica. El escritor ha sido, es y seguirá siendo un descontento. Nadie que esté satisfecho es capaz de escribir dramas, cuentos o novelas… La vocación literaria nace del desacuerdo del hombre con el mundo, de la intuición de deficiencias, blancos, vicios, equívocos o prejuicios a su alrededor. Entiéndanlo de una vez, políticos, jueces, fiscales y censores: la literatura es una forma de insurrección permanente". ¿El quiebre definitivo con el marxismo?. No todavía, ya que después de censurar directamente el actuar del gobierno soviético, Vargas Losa aún cree que socialismo dogmático de los sesenta es capaz de incorporar a la literatura como fuerza corrosiva de la realidad: "En el socialismo que nosotros ambicionamos, no sólo se habrá suprimido la explotación del hombre; también se habrán suprimido los últimos obstáculos para que el escritor pueda escribir libremente lo que le dé la gana comenzando, naturalmente, por su hostilidad al propio socialismo… Nosotros queremos, como escritores, que el socialismo acepte la literatura. Ella será siempre, no puede ser de otra manera, de oposición". Este texto resulta clave para entender el lento pero constante alejamiento que tendrá Vargas Llosa con respecto al marxismo. Sin embargo, por su popularidad y su carácter de manifiesto político-estético definitivo, es su texto "La literatura es fuego" el escrito en donde se explicita de manera más clara su inevitable alejamiento con el socialismo. Su posición es todavía cercana a Sartre en el sentido creer que el escritor cumple una función entre los hombres, pero, a la vez, se aleja de los principios más extremos de la "literatura comprometida" que afirmaban la total adhesión del escritor a la causa marxista en el mundo y, particularmente, en América Latina. Esto, claro está, no queda explícitamente en el texto pero, con la distancia que nos permite reconocer el pensamiento con el que actualmente se identifica Vargas Llosa, es posible ya advertir la inevitable incoherencia de sus reflexiones con respecto a la posición exclusiva, dogmática y radical que asumiría la izquierda en esos años.
Vargas Llosa aspira a que la revolución supere la pobreza y las carencias materiales que caracterizan a nuestro continente: "dentro de diez, veinte o cincuenta años habrá llegado a todos nuestros países, como ahora en Cuba, la hora de la justicia social y América Latina entera se habrá emancipado del imperio que la saquea, de las castas que las explotan, de las fuerzas que hoy la ofenden y reprimen. Yo quiero… que nuestro socialismo nos libere de nuestro anacronismo y nuestro horror". Al mismo tiempo exige que se respete al escritor el derecho a disentir, utilizando como metáfora a un personaje literario de su, en ese entonces, amigo García Márquez: "Como ayer, como ahora, si amamos nuestra vocación, tendremos que seguir librando las treinta y dos guerras del coronel Aureliano Buendía, aunque, como a él, nos derroten en todas". Los escritores, más allá del sistema político que en que se viva, son "los profesionales del descontento, los perturbadores conscientes o inconscientes de la sociedad, los rebeldes con causa, los insurrectos irredentos del mundo, los insoportables abogados del diablo. No sé si está bien o está mal, solo sé que es así…. Rechazado o aceptado, perseguido o premiado, el escritor que merezca este nombre seguirá arrojándoles a los hombres el espectáculo no siempre grato de sus miserias y tormentos".
Las relaciones que se comienzan a establecerse entre la figura pública de Vargas Llosa y las drásticas disposiciones que ira tomando la izquierda mundial estará determinada por una insistente decepción y escepticismo de parte del escritor por los rumbos políticos que comienza a tomar el marxismo. Ejemplo de esto último es su artículo "La censura en la URSS y Alexandr Solzhenitsin"(1967) en donde confiesa cierta tristeza por los graves y "sólidamente fundamentados cargos" contra la política cultural de la URSS que realiza el escritor ruso, mientras que el artículo "Literatura y exilio" pareciera ser una tardía pero necesaria respuesta a esa aseveración de Sartre sobre los deberes sociales de los escritores del "tercer mundo". Justifica su exilio voluntario a París esgrimiendo la escasa o nula vida cultural del Perú que vivió en su primera juventud. Sobre las supuestas traiciones, egoísmos, irresponsabilidades o cobardías del artista que escapa de su particular realidad nacional, Vargas Llosa responde afirmando que "un escritor demuestra su rigor y su honestidad poniendo su vocación por encima de todo lo demás y organizando su vida en función de su trabajo creador. La literatura es su primera lealtad, su primera responsabilidad, su primera obligación". Por último, confirma su absoluta discrepancia con Sartre relativo a la necesaria renuncia a la literatura que el filósofo francés exigía a los escritores de los países subdesarrollados como una opción válida para la revolución social: "Es posible que un joven que abandona la literatura para dedicarse a enseñar o para hacer la revolución, sea ética y socialmente más digno de reconocimiento que ese otro, egoísta, que sólo piensa en escribir. Pero desde el punto de vista de la literatura, aquel generoso no es de ningún modo un ejemplo, o, en todo caso, se trata de un mal ejemplo, porque su nobleza o su heroísmo constituyen, también, una traición (a la literatura)", concluyendo, al final del artículo, que "la utilidad de la literatura, aunque es evidente, es también inverificable en términos prácticos". Cada vez se aleja más de Sartre.

Vargas Llosa y el marxismo: la inocencia interrumpida


Pareciera que estuviéramos hablando de una novela (y, tal vez, la sea) pero si leyéramos cronológicamente "Contra viento y marea", no sería del todo insensato interpretar este texto (de hecho, así lo estoy haciendo) como la premiosa pero insistente trayectoria de un escritor latinoamericano desde la izquierda marxista-leninista hasta llegar a su actual postura de derechista neoliberal. Sin embargo, he tratado de (de)mostrar mediante artículos y reflexiones de diverso tipo cómo Vargas Llosa nunca fue un seguidor fervoroso de la causa marxista. Al contrario, desde el principio he tratado de justificar mi tesis de que su relación con el pensamiento de izquierda fue siempre conflictiva y, aún en sus más impetuosas defensas a la causa revolucionaria, Vargas Llosa testimonia, consciente o inconscientemente, dudas y reparos a la ejecución del proyecto socialista.
No obstante todas las aprehensiones que hasta este momento tiene sobre el rol que juegan las izquierdas para garantizar el verdadero desarrollo de la justicia social, Vargas Llosa necesitará verificar personalmente esa realidad para confirmar si sus reflexiones tienen un asidero legítimo. Para eso viaja a la URSS y esa experiencia la plasma en el artículo "Moscú: notas a vuelo de pájaro". Lo primero que nota al observar la vida en este país es que a pesar de haberse reducido las injusticias sociales a un grado mucho menor en comparación a cualquier país de Occidente, en Rusia todavía no ha cambiado la vida, "el espectáculo que ofrece Moscú es el rutinario, impersonal y monótono de cualquier gran ciudad capitalista"; y, si bien, se sorprende de la popularidad de la poesía en el ciudadano común, no duda en criticar oblicuamente la censura de la que forman parte ciertos libros que no serían del agrado o que afectarían la moral del lector socialista. Al final del artículo ironiza ante el hecho de ser él mismo víctima de la censura: "En la editorial "La Joven Guardia" pregunté por qué se habían hecho cortes en un libro mío (La ciudad y los perros). Me respondieron: las páginas suprimidas contenían episodios escabrosos que hubieran ofendido a los lectores soviéticos. Pregunté: ¿quién decide lo que puede ofender a un lector de la URSS y lo que puede parecerle aceptable? Me respondieron: los directores de la editorial. ¿No podría ocurrir que haya algún director de editorial torpe que se equivoque?(…) Respuesta: la hipótesis es absurda, porque para ser director de una editorial hay que haber pasado por la Universidad y tener títulos. Muchos de los directores son miembros de la academia, y todos conocen y aman la literatura: ¿cómo podrían equivocarse?".Pero no será sino con la intervención militar de la URSS a Checoslovaquia lo que hará que Vargas Losa critique directamente la política soviética como "una agresión de carácter imperialista que constituye una deshonra para la patria de Lenin, una estupidez política de dimensiones vertiginosas y un daño irreparable para la causa del socialismo en el mundo". Vargas Losa ve en este hecho la futura división internacional del socialismo, pero no es esto lo que lo desconcierta. Lo que le produce más sorpresa e incomprensión son las palabras de Fidel Castro justificando esta intervención militar: ¿"cómo puede (Fidel) respaldar una invasión militar destinada a aplastar la independencia de un país que, al igual que Cuba, sólo pretendía que lo dejaran organizar su sociedad de acuerdo a sus propias convenciones?". Esta actitud lo hace enemistarse con diferentes intelectuales latinoamericanos de izquierda, situación que se ahonda aún más a consecuencia del famoso y tristemente célebre "caso Padilla".
Heberto Padilla era un poeta cubano que ganó un concurso literario en La Habana con un libro de poemas que, según el régimen de Castro, tenía características contrarrevolucionarias. A causa de esto, Padilla fue detenido junto con su mujer, la poetisa Belkis Cuza Malé. El revuelo que el arresto del poeta provocó en el ámbito político e intelectual internacional fue de proporciones, y, para entonces, ya eran muchas las voces —entre éstas, las de intelectuales de nombre que habían apoyado el proceso revolucionario desde sus inicios— que en la prensa extranjera alertaban sobre la estalinización de la vida cultural en Cuba. Después de supuestas amenazas (que Padilla nunca reconoció) y de alevosas acusaciones de pertenecer a la CIA, el poeta, en la noche del 17 de abril de 1971, leyó un documento autoinculpatorio en el que se arrepentía y pedía disculpas al pueblo cubano. Días después de la aparición de la carta, Padilla fue puesto en libertad. La comunidad intelectual internacional que hasta ese momento apoyaba la revolución cubana exigió explicaciones ante este desaguisado político y, con Vargas Llosa a la cabeza (quien estuvo encargado de la redacción), se envió una carta de reclamo. Creo pertinente, por su importancia, reproducir parte de este escrito:

"Creemos un deber comunicarle nuestra vergüenza y nuestra cólera. El lastimoso texto de la confesión que ha firmado Heberto Padilla sólo puede haberse obtenido por medio de métodos que son la negación de la legalidad y la justicia revolucionarias. El contenido y la forma de dicha confesión, con sus acusaciones absurdas y afirmaciones delirantes, así como el acto celebrado en la UNEAC, en el cual el propio Padilla y los compañeros Belkis Cuza, Díaz Martínez, César López y Pablo Armando Fernández se sometieron a una penosa mascarada de autocrítica, recuerda los momentos más sórdidos de la época stalinista, sus juicios prefabricados y sus cacerías de brujas. Con la misma vehemencia con que hemos defendido desde el primer día la Revolución Cubana, que nos parecía ejemplar en su respeto al ser humano y en su lucha por su liberación, lo exhortamos a evitar a Cuba el oscurantismo dogmático, la xenofobia cultural y el sistema represivo que impuso el stalinismo en los países socialistas, y del que fueron manifestaciones flagrantes sucesos similares a los que están sucediendo en Cuba […]".
La carta llevaba incorporada la firma de importantísimos intelectuales latinoamericanos y europeos: algunos de ellos eran Simone de Beauvoir, Italo Calvino, Marguerite Duras, Giulio Einaudi, Carlos Fuentes, José Agustín Goytisolo, Juan Goytisolo, Luis Goytisolo, Mervin Jones, Juan Marse, Carlos Monsivais, Marco Antonio Montes de Oca, Alberto Moravia, Maurice Nadau, José Emilio Pacheco, Pier Paolo Pasolini, Alain Resnais, José Revueltas, Juan Rulfo, Nathalie Sarraute, Jean Paul Sartre, Jorge Semprún, Susan Sontag, José Ángel Valente y Mario Vargas Llosa.
El efecto de este acontecimiento en la vida del novelista peruano es evidente: muestra una vez más que las promesas de libertad y justicia social que el marxismo presentaba no eran del todo ciertas y, por sobre todo, atacaban algo que para él era ineludible dentro de todo juego democrático, la libertad de creación del escritor: "En esa tormenta de verano que se abatió sobre unos cuantos escritores cubanos hace cuatro años se reflejaba, en el fondo, una desgracia mucho mayor: la desaparición de la posibilidad dentro de una sociedad socialista, de ponerse al margen o frente al poder (…) es que, cuando se clausuran las posibilidades de oponerse, diferenciarse, cuando se instala un sistema de intolerancia y control pleno, el escritor de vocación auténtica queda inmediata y brutalmente afectado".

Una teoría de la novela: el nuevo papel del escritor

Esta posición cada vez más alejada del marxismo (aunque todavía sin acercamientos ni flirteos con la derecha) trae consigo las inevitables críticas de parte de ciertos intelectuales que justificaban los errores del marxismo como accidentes que no comprometían la naturaleza positiva del sistema. Uno de los conflictos que tuvo que enfrentar Vargas Llosa fue el que llevó a cabo con el crítico Ángel Rama.
El pensador uruguayo increpó las reflexiones teóricas que hasta ese momento había llevado a cabo Vargas Llosa sobre la naturaleza de la creación literaria. Recordemos que el novelista peruano entendía la producción de ficciones como una forma que tiene el artista de demostrar su descontento e insatisfacción con la realidad. Rama comenta que esta tesis "se torna inentendible a la inmensa mayoría de las obras del arte universal, aunque sí muy comprensible un segmento de un siglo y medio dentro de los tres mil años de literatura que computamos". Vargas Llosa responde que tal impugnación no ha entendido un elemento central de su tesis: la explicación sobre el proceso creativo que él defiende se refiere específicamente al género narrativo. En este sentido, Vargas Llosa diferencia a la novela de la poesía y el teatro a partir de que la lírica expresa "el acuerdo del hombre con el mundo, ha exaltado lo establecido y testimoniado sobre la felicidad y la armonía de la vida", mientras que el teatro "ha sido un excelente vehículo de propagación de la fe dominante, religiosa o política". La novela entonces se revela como el más histórico de los géneros ya que tiene, en oposición a la poesía y al teatro cuyos orígenes se confunden con el nacimiento de las civilizaciones, una fecha y un lugar de nacimiento: "Esta representación verbal desinteresada de la realidad humana que expresa el mundo en la medida que lo niega, que rehace deshaciendo, este deicidio sutil que entendemos por novela y que es perpetrado por un hombre que hace las veces de suplantador de Dios, nació en Occidente, en la Alta Edad Media, cuando moría la fe y la razón humana iba a reemplazar a Dios como instrumento de comprensión de la vida". Por esto la novela es, a partir de esta lógica, el más laico de los géneros en tanto no brota en donde reina la fe sino "cuando los dioses se hacen pedazos y los hombres, de pronto librados a sí mismos, se hallan frente a una realidad que sienten hostil y caótica".
Ángel Rama le argumenta, en un artículo posterior, que esta teoría de la novela plantea un desgarramiento entre el mundo y la interioridad humana que proyecta al hombre no como un agente de la historia sino como un ser paciente e individual que evade la realidad para construir ficciones que reemplazan la miseria de la sociedad latinoamericana. En este sentido, la teoría vargallosiana "resulta poco apta para atender la demanda de los sectores sociales latinoamericanos que han presentado proyectos transformadores". Vargas Llosa responde a estas afirmaciones replicando que comprender a la novela en particular, y a la literatura en general, como fuentes desde las cuales construir un cambio social, una reforma de estructuras económicas que sirvan para el progreso en Latinoamérica, es una falacia ideológica que limita la verdadera importancia del escritor en la sociedad. La grandeza de una novela, según él, no debe medirse a partir de su ideología sino según su poder de persuasión que depende de su forma y, externamente, examinando sus relaciones con la realidad real de la que toda representación ficticia es representación y negación.
En este sentido, Vargas Llosa, como gran parte de sus compañeros de generación, se siente parte de una tradición novelesca latinoamericana, pero que actúa sobre ella como ruptura en tanto ya no establece una relación directa e ideológica con la realidad social sino que se funda dentro de nuevos paradigmas culturales que incentivan la producción de obras que representen renovadas perspectivas sobre el ser americano. Es, tal vez, Carlos Fuentes quien de manera más sugestiva ha descrito las características de este nuevo tipo de novela: "el nuevo escritor latinoamericano emprende una revisión a partir de una evidencia: la falta de un lenguaje. La vieja obligación de la denuncia se convierte en una elaboración mucho más ardua: la elaboración crítica… Esta resurrección del lenguaje perdido exige una diversidad de exploraciones verbales que, hoy por hoy, es uno de los signos de salud de la novela latinoamericana".
Claramente, como veremos, la visión de Vargas Llosa sobre el destino de la literatura actual tiende a ver la trayectoria de la novela en América como un progreso que supera anteriores formas y concepciones. El escritor latinoamericano decimonónico (y de comienzos del siglo XX) tenía como referentes a los grandes novelistas franceses y, como ellos, pretende asumir el papel de espejo que refleja la realidad a todos los hombres. El primer novelista latinoamericano, José Joaquín Fernández de Lizardi, es un ejemplo claro sobre el papel que jugó el escritor en la América del siglo XIX. Imposibilitado de poder atacar al gobierno mexicano mediante artículos y reseñas directas, se ve en la obligación de protegerse bajo la forma novelesca y así realizar su crítica social. La función legítima del escritor se convierte en ser el portavoz del pueblo, de sus quejas, lamentos, anhelos, desbarata las mentiras oficiales y hace resplandecer la verdad. Pero para que el artista asumiera esta función social, primero tuvo que existir un contexto histórico que hiciera posible y necesaria su existencia.
Las diferentes guerras de independencia, según Octavio Paz, pueden verse desde la siguiente perspectiva: el objetivo primario de nuestros países era separarse de España, imperio que se había cerrado al pensamiento moderno debido a la Contrarreforma y el neotomismo implantado por los jesuitas, para, posteriormente, abrirse a la modernidad que nos había sido negada. El modelo de inspiración para esta aspiración liberal fue tanto la independencia de los Estados Unidos como la Revolución Francesa. Sin embargo, la realidad mostraba que América no lograba establecer, como carácter adquirido, repúblicas libres y democráticas. Paz intenta una respuesta a esta inmadurez cívica de nuestros pueblos: "En América Latina no existía la tradición intelectual que, desde la Reforma y la Ilustración, había formado las conciencias y las mentes de las elites francesas y norteamericanas; tampoco existían las clases sociales que correspondían históricamente a la nueva ideología liberal y democrática". Esta falta de una corriente intelectual crítica y moderna es fruto de la forma en que la monarquía española durante siglos influyó sobre la actitud mental del americano: "Bajo el régimen español la sociedad civil, lejos de crecer y desarrollarse como en el resto de Occidente, había vivido a la sombra del Estado". Debido a esto, concluye Paz, a la caída del Imperio español y de su administración el poder económico se concentró en las oligarquías y el poder político en los militares que, cada cierto tiempo, realizaban golpes de Estado.
Esta incertidumbre social, esta irresoluta madurez política, confiere al escritor una personería moral y cívica que se materializa en textos en donde éste "describe la miseria y las enfermedades en el campo y las ciudades, acusa al político vendido y entreguista, critica a la Iglesia, pide una redistribución de la riqueza y la expulsión del imperialista. Denuncia, deja su testimonio: un épico documento humano". El artista se vuelve el predicador, el líder, el provocador que se siente comprometido con cierta labor militante y programática, que proclama "un nacionalismo especulativo tanto más intenso y exclusivista cuanto más inseguras las bases que la sustentaban. El desgarramiento intelectual se hizo apasionado y el novelista buscó esencias nacionales en la conducta del criollo, en la tradición castiza, para oponerlas al terror metafísico del desraizamiento". Vargas Llosa ve que esa forma de asumir la profesión creadora conlleva peligros y restricciones. La literatura, al "relevar a otras disciplinas como medio de investigación de la realidad y como instrumento de crítica y agitación" provoca un malentendido sobre las eficacias políticas y sociales que puede tener un texto con respecto a sus reales valores literarios y estéticos.
La literatura es, para Vargas Llosa, más una experiencia individual nacida de ciertas obsesiones e intuiciones que aspiran a constituir algo distinto del modelo que la inspira, que una voluntad social destinada a prestar un servicio religioso o político. La literatura es, por sobre todo, un constante socavamiento de las bases que sustentan determinada fe o creencia política. Sí, para Vargas Llosa "la insumisión congénita a la literatura desborda la misión de combatir a los gobiernos y las estructuras sociales: ella irrumpe contra todo dogma y exclusivismo lógico en la interpretación de la vida, es decir, las ortodoxias y heterodoxias ideológicas por igual. En otras palabras, ella es una contradicción viviente, sistemática, inevitable de lo existente ". De ahí su discrepancia con Angel Rama para entender al escritor como agente transformador e incitador de reformas sociales. Vargas Losa ve en esta posición reminiscencias de la misión que tuvo el escritor en los comienzos de las repúblicas latinoamericanas, en donde asumía una responsabilidad política que muchas veces iba en menoscabo de la integridad estética de su trabajo creador, asimismo, encuentra ecos de la teoría de la "literatura comprometida" propugnada por Sartre años atrás. Entonces, ¿el escritor no es un revolucionario?. Sólo en el sentido que le da Carlos Fuentes a ese adjetivo: "Nuestra lietratura es verdaderamente revolucionaria en cuanto le niega al orden establecido el léxico que éste quisiera y le opone el lenguaje de la alarma, la renovación, el desorden y el humor. El lenguaje, en suma, de la ambigüedad: de la pluralidad de significados, de la constelación de alusiones: de la apertura".

Los peligros del Indigenismo

Para Vargas Llosa, esta creencia en los poderes de la literatura es ingenua y equívoca ya que ve en los textos de creación sólo medios de conocimiento social o instrumentos de educación y agitación social. Sin embargo, es una teoría que sirve como un poderoso estímulo para el escritor. Él se siente como la voz de los sin voz, entregando el testimonio del alegato contra la hipocresía social. Lo que no sabe el escritor, nos confiesa Vargas Llosa, es que a partir de esta actitud el creador en realidad está cayendo en un peligro mucho mayor: supeditar su literatura a una ideología. Como ejemplo de este "malentendido" en el que cae el creador, propone el caso de José María Arguedas, un escritor que escribió sus mejores novelas cuando no incurrió en el error de representar en sus novelas tesis que defendían teorías indigenistas.
El Indigenismo fue un movimiento cultural de fines de siglo XIX y comienzos del XX con fuertes connotaciones nacionalistas y racistas. Sostenía que, en el caleidoscopio de razas que conformaban la sociedad peruana, el indio debía ser considerado la encarnación de lo nacional. Ayudado por las ideas marxistas de José Carlos Mariátegui, este movimiento aseguraba que comenzaba "una nueva era en la que los indios de los Andes despertarán de la somnolencia con la que a lo largo de los siglos han aceptado el desprecio, la humillación y la esclavitud, y restablecerán su predominio –cuatro millones en un país de cinco- sobre sus explotadores y enemigos: el blanco y el mestizo". Diferentes teóricos y pensadores que comulgaron con esta concepción cultural describen idílicas descripciones (que para Vargas Llosa son sólo ficciones) de la vida de los ayllus, sociedades indígenas igualitarias y sanas, en comunión con la naturaleza y generosos sentimientos solidarios, donde pervive el espíritu secular de la Raza, al que la influencia extranjerizante no ha conseguido degradar. Según los principios que guiaban este pensamiento, "entre los incas no había miseria, ni opresión ni egoísmo: el gobierno paternal y laxo, daba amplia autonomía a las regiones y respetaba la idiosincrasia de los pueblos incorporados al Tahuantinsuyo. La humanidad india vivía feliz, en estado de naturaleza, hasta la llegada del conquistador, quien introdujo el pecado terrible de la codicia y el espíritu de lucro".
Vargas Llosa desmitifica, ayudado por pensadores que han dedicado libros desmintiendo esta visión paradisíaca del indígena, la idea de asumir como real la "utopía" de entender el pasado indígena como valorable en sí mismo y a la patria como un imperativo moral. Para eso advierte que la descripción de ese supuesto paraíso terrenal que era el imperio Inca, en realidad no tiene bases en la historia sino que es una ficción ideológica y mítica, que tiende a una visión ingenua y romántica "en cuanto pinta a las civilizaciones indígenas precolombinas como sociedades idílicas, capaces de constituirse en modelos para el futuro (…), no como una realidad concreta".
La realidad evidencia que fueron muchos los pueblos sojuzgados por los incas y que, precisamente porque se sentían oprimidos, estuvieron dispuestos a servir a los conquistadores españoles contra sus opresores. También recuerda "los muy eficaces pero crueles métodos de control de población, que servían al poder para prevenir la rebeldía, como el de los mitimaes, trasplantes masivos de poblaciones a regiones apartadas, donde se sentían más desambientados y eran por lo tanto más faciles de sujetar". Además de estos errores que desvirtúan la verdadera realidad prehispánica, Vargas Llosa no oculta en describir a estas sociedades como "primitivas", en donde su visión del mundo se sustenta en actos de fe. De ahí que concluya que, por oposición, la verdadera manera de acercarse a la realidad debe ser producto de un conocimiento racional que se funde en la experiencia y se sometan sus hipótesis al cotejo con la realidad objetiva.. Amparado en Karl Popper, califica de irracional y no-científica toda visión mágica-religiosa de la experiencia, pues "presupone la existencia de un orden secreto en el seno del orden natural y humano fuera de toda aprehensión racional e inteligente, al que sólo se llega gracias a ciertos atributos innatos o adquiridos de orden natural. Una cultura mágico-religiosa puede ser de un notable refinamiento y de elaboradas asociaciones… pero será siempre primitiva si aceptamos la premisa de que el tránsito entre el mundo primitivo y tribal y el principio de la cultura moderna es, justamente, la aparición de la racionalidad, actitud (…) que irá sustituyendo la cultura tribal por la sociedad abierta, el conocimiento mágico por el científico, y disolviendo la realidad humana colectivista de la horda y la tribu en la comunidad de individuos libres y soberanos". Es evidente que Vargas Llosa detesta el indigenismo, más allá de sus restricciones estéticas, porque ampara un racismo y un nacionalismo que atenta con valores esenciales de la convivencia moderna, sin embargo, creo que lo que más reprueba es la directa cercanía de estas hipótesis al marxismo y la correspondiente visión de mundo que defiende.

La no-ideología de Vargas Llosa

Vargas Llosa, testigo de un tiempo generoso en acontecimientos que levantaron las más genuinas esperanzas bajo banderas ideológicas que prometían el fin de la injusticia social, siente decepción por su anterior adhesión al marxismo. Al mismo tiempo que ocurre este desengaño comienza a leer a ciertos pensadores liberales que le propondrán nuevas formas de entender la realidad social. En "Contra viento y marea (II)" deja constancia sobre el impacto que le significó leer a Jean Francois Revel y, por sobre todo, Isaiah Berlin. De ellos aprende un pragmatismo y un desdén por las ideologías políticas que lo harán acercarse cada vez más a un liberalismo tanto económico como moral. Ya en 1977 escribe: "me he vuelto más escéptico. O mejor dicho, más ecléctico en materia política. Las soluciones verdaderas a los grandes problemas, me parece, no serán nunca ‘ideológicas’, productos de una recomposición apocalíptica de la sociedad, sino básicamente pragmáticas, parciales, un proceso continuo de perfeccionamiento y reforma, como el que ha hecho lo que son, hoy, a los países más vivibles (o, los menos invivibles) del mundo: esas democracias del Norte, por ejemplo, cuyo progreso anodino es incapaz de entusiasmar a los intelectuales, amantes de terremotos". Vargas Llosa se siente ajeno a gran parte de las convicciones partidistas que siguen patrocinando populares intelectuales y escritores de izquierda (Galeano, Benedetti, García Márquez, Cortázar, por citar a algunos) y, a partir de sus nuevas lecturas, ve a la ideología como un mal que desvirtúa la realidad.
Hemos dicho que ahora sus reflexiones dan cuenta de una asimilación gradual pero inequívoca del Liberalismo, pero, en términos concretos, ¿qué significa eso?. Como ya vimos en su crítica al Indigenismo, Vargas Llosa cree que las formas irracionales de conocimiento no sólo son intrínsecamente distorsionadoras y supersticiosas, sino que, al expandir la ignorancia y el error, legitiman ideologías basadas en la ignorancia y el dogmatismo político (como el marxismo).. Esta creencia en la razón está muy unida con un concepto crítico de la noción de ideología. Para Vargas Llosa, como buen lector liberal, ve que todo lo que aparece como tradicional o atrasado, lo que no conduce a un progreso material e intelectual es ideología, y la ideología, según esta lógica, es la antítesis de la razón. La religión y las ideologías son verdaderos obstáculos que impiden el progreso: "Ver que, detrás de las ideas más generosas de nuestro tiempo, en los países y regímenes que aparentemente las encarnan, sobreviven, echando espumarajos por el belfo, casi todos los viejos demonios de la historia humana contra los que aquellas insurgieron –la tiranía, la brutalidad, la explotación de los más por los menos, el espíritu de dominación y de conquista- es algo que debería hacernos desconfiar profundamente de las ideas, sobre todo cuando, agrupadas en un cuerpo de doctrina, pretenden explicarlo todo en la historia y en el hombre y ofrecer remedios definitivos para sus males. Esas utopías absolutas –el cristianismo en el pasado, el socialismo en el presente- han derramado tanta sangre como la que querían lavar. Lo ocurrido con el socialismo es, sin duda, un desengaño que no tiene parangón en la historia" (el ennegrecido es mío). Vargas Llosa admite que esta posición puede ser tildada de pesimista, pero justifica su postura aduciendo que el optimismo desmedido desnaturaliza la realidad y la sustituye por la ilusión. De ahí que sea un "pesimismo fecundo y previsor" que reniega de respuestas totalizantes y, por lo tanto, asume la victoria de la justicia definitiva como algo imposible. En, tal vez, su manifiesto definitivo sobre esta perspectiva liberal que hace propia, escribe: "la lucha contra la injusticia –la dictadura, el hambre, la ignorancia, la discriminación- no se entabla para ganar una guerra, sino, únicamente, batallas. Pues esta guerra principió con el hombre y ya se halla éste lo bastante viejo para saber que sólo terminará cuando él termine (…) Saber que no hay victoria definitiva contra la injusticia, que ella acecha por doquier (…) es tal vez tener una pobre idea del hombre. Pero ello es preferible, seguramente, a tenerla tan alta que vivamos distraídos y sea tarde para reaccionar cuando descubramos que ese ser sonriente y puntual, tan inofensivo cuando era nuestro vecino y cuando le confiamos el poder, se convirtió de pronto en lobo", y termina con palabras no más alentadoras: "Porque, esa guerra que, curiosamente, no se puede ganar, se puede, en cambio, perder. La grandeza trágica del destino humano está quizá en esta paradójica situación que no le deja al hombre otra escapatoria que la lucha contra la injusticia, no para acabar con ella, sino para que ella no acabe con él".
En definitiva, toda ideología que plantea una solución a nuestros problemas es, en realidad, un "tipo especial de pensamiento falseado que, ocultando los problemas y contradicciones de la sociedad, pone obstáculo a las fuerzas emancipadoras". Como colofón a su convencimiento liberal, escribe: "Hay que desconfiar de las utopías: terminan por lo general en holocaustos. Una extraña verdad es que en política las soluciones mediocres suelen ser las mejores soluciones (…) En política no hay más remedio que ser realista. En literatura no y por eso ella es una actividad más libre y duradera que la política".

Adiós Sartre, bienvenido Camus

En 1975 Vargas Llosa publica en Lima un artículo titulado "Albert Camus y la moral de los límites". En él recuerda cómo trece años atrás había escrito un texto sobre el novelista argelino en donde, con "una ligereza que ahora me sonroja", criticaba su lirismo intelectual y su poco valor como pensador. Ya ha pasado mucho agua bajo ese río de nombre Historia y Vargas Llosa, con motivo de un atentado terrorista en el Perú, relee "El hombre rebelde" (L´homme revolté). En él descubre a un escritor lúcido y brillante en la lectura que hace de la realidad contemporánea, reconoce a un autor con el cual sentirse identificado después de la decepción que le provocó Sartre. Hagamos un poco de memoria.
En junio de 1962, Vargas Llosa publica un artículo de pretencioso título: "Revisión de Albert Camus". En él alababa a un escritor de notables dotes para la creación literaria pero de bajo nivel filosófico y reflexivo: "su pensamiento es vago y superficial: los lugares comunes abundan como las fórmulas vacías, los problemas que expone son siempre los mismos callejones sin salida por donde transita incansablemente como un recluso en su minúscula celda (…) cuando Camus medita sobre "la existencia" y "la vida en general" se limita a exponer (...) viejas concepciones de un pesimismo paralizante ". Para Vargas Llosa Camus no es un pensador, es un artista.
Coincidentemente en esa misma época (1964) Vargas Llosa escribe "Sartre y el Nobel", artículo en donde defiende a su mentor intelectual de los ataques que recibe por no ir a la recepción del famoso premio en Suecia. Además admira en el francés la capacidad de tener un criterio independiente, "su imprevisibilidad, su inconformismo. Ni la derecha ni la izquierda han conseguido oficializarlo; por eso lo atacan con tanta virulencia". Sin embargo, los tiempos han cambiado y, por sobre todo, Vargas Llosa es distinto a ese joven que escribía artículos apoyando la revolución cubana desde la mágica París. Como he tratado de plantear en este trabajo, Vargas Llosa ha pasado de ser un defensor de la causa marxista en el mundo a convertirse gradualmente en un moderado pensador liberal de derecha. Las teorías de la "literatura comprometida" ya no son aceptadas y son reemplazadas por un pragmatismo extremo en lo político, donde la utopía marxista se ha convertido en el sinónimo de la pesadilla moderna, y, en lo estético, se acerca a un formalismo literario que no admite ser recurso de ninguna ideología que no busque la libertad del individuo moderno. Es ahí en donde la figura de Camus resplandece como el autor en donde Vargas Losa puede reconocerse. Aplaude en él la capacidad de, en medio de la efervescencia contemporánea que exigía sí o sí formar parte de alguna trinchera política, desdeñar las respuestas a la realidad que daban el cristianismo y el marxismo. Para justificar esa valentía que no comulgaba con religión ni ideología alguna, cita una conferencia que dio Camus en 1948: "¿Con qué derecho un cristiano o un marxista me acusa de pesimista? No he sido yo quien ha inventado la miseria de la criatura, ni las terribles formulas de la maldición divina (…) No he sido yo quien dijo que el hombre era incapaz de salvarse por sí mismo y que, en el fondo de su bajeza, no tenía otra esperanza que la gracia de Dios. ¡Y en cuanto al famoso optimismo marxista! Nadie ha ido tan lejos en la desconfianza respecto del hombre como el marxista, y, por lo demás, ¿acaso las fatalidades económicas de este universo no resultan todavía más terribles que los caprichos divinos?". Vargas Losa ve en Albert Camus a un pensador contra-ideológico, lo que se entrecruza perfectamente con las ideas de democracia, economía y moral liberal que el escritor peruano defiende. De Sartre a Camus, del marxismo al (neo)liberalismo. Término del viaje.

CONCLUSIONES

El objetivo de este trabajo era, por una parte, describir el itinerario político del escritor peruano Mario Vargas Llosa a través de la dimensión testimonial que reproducían los artículos y textos que conforman el libro "Contra viento y marea". También era el rastrear las huellas, las reflexiones que precedieron y dieron un sentido determinado a las diferentes elecciones que hoy día definen a un sujeto que se ubica de manera polémica dentro del sistema intelectual latinoamericano. Al explorar la transformación reflexiva que fue configurando la identidad personal y la visión política que sustenta el discurso público de Vargas Llosa, quisimos comprobar una de las premisas que dieron origen a este trabajo: comprender de manera coherente que el desarrollo (no en el sentido evolutivo sino como proceso) de la reflexión crítico liberal que hoy explican el pensamiento vargallosiano tiene un origen que nace del deseo genuino, aunque moderado, en adoptar una concepción marxista de la realidad. No del todo convencido pero sí esperanzado en una vía socialista que diera respuestas a la injusticia social, la relación de Vargas Llosa con la izquierda fue, en un principio, de apoyo irrestricto. Sin embargo, ya desde sus primeros artículos se puede preveer que la manera de enfrentar la función creadora (ajena a los dictados partidistas de cualquier tipo) lo llevarán a un conflicto político que gradualmente comienza a dar pie al escepticismo y la posterior desilusión ideológica. Sus posteriores lecturas de pensadores liberales coinciden con esta distancia que se establece entre el escritor y la izquierda, representada en la figura tutelar de Jean Paul Sartre. A consecuencia de esto, Vargas Llosa aplica la doctrina liberal de criticar sistemáticamente a las ideologías, lo que provoca una irremediable desafección con cualquier concepción comunista de la sociedad y la historia y, a consecuencia de esto, se aleja definitivamente de Sartre para (re)descubrir la figura de Albert Camus como ejemplo del pensador pragmático, desdeñador de cualquier respuesta totalizante del destino humano. ¿Cuál es la función de la literatura dentro de este esquema liberal? Precisamente ser la muestra de la insuficiencia congénita que define al ser humano: crear ficciones que enriquezcan nuestra existencia trágica e incompleta, compensar la insalvable distancia, el divorcio inevitable que existe entre nuestra realidad limitada y nuestros apetitos desmedidos. El mundo de la literatura, del arte, es un mundo de perfección y belleza que nos muestra que el mundo está mal hecho. Es por eso que "la buena literatura es siempre sediciosa, insumisa… un desafío a lo existente".

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