


Es así como debe entenderse el constante desplazamiento de la poesía actual desde un centro instituido por la tradición (con demonios canónicos que influyen e interpelan al inevitable parricidio) hacia la marginalidad que se manifiesta en el rescate de la producción escritural de poetas olvidados por el canon establecido, o incluso la relectura perversa, “peligrosa” que se hace de textos cercanos a la “claridad significativa” instaurada por un particular interés político de cierta recepción crítica(6). Y precisamente este cambio en la apreciación estética de la tradición y de la función y necesidad del acto poético asumida dialógicamente como un juego de tradición/traición, hace a la promoción de los poetas de los noventa de un notable interés para su lectura y posterior crítica.
Ejemplo de todo lo dicho anteriormente es la obra poética de David Preiss, que parte desde una matriz cultural judía como imaginario religioso, social y, en definitiva, textual. Y es esa particular raíz cultural la que hace a la poesía de Preiss foco de atención en tanto se presencializa la disputa de un hablante lírico que va a contrapelo de las elecciones colectivas que definen el carácter postmoderno de nuestro tiempo: la voluntad de desmitificación es negada no por una mitificación ordenada, coherente y creyente en los alcances de esa religión arcaica y milenaria sino por una reconstrucción de un mito que explica el sentido de una comunidad exclusiva en su errar doloroso, pero que en el sujeto lírico se asume desde una perspectiva escéptica y a la vez sometida, incrédula pero a la vez vencida en las diferencias que se exhiben como la distancia insalvable entre lo sagrado y el sentimiento de una pérdida de esa épica religiosa, al menos como sujeto subordinado a profesar con convicción el credo ancestral. Sólo así es posible leer un poema como “Sabática”:
SABÁTICA
¿En qué jornada el día se renueva?
¿Qué día cae el día sobre ti?
El tiempo ha de pasar:
palabras que los seres queridos dejan en la mesa: pan, sal, vino.
El fuego acerca a Dios; aleja al forastero.
El Shabat ocupa las esquinas del altar.
El Shabat ocupa las esquinas del altar.
-Tú, ¿por qué no te arrimas a recoger tu bendición?
Inclinan la cabeza. Caen ante su fantástico dominio.
Aquel que teme a Dios no hace apuestas sobre el tiempo.
Aquel que teme a Dios no hace apuestas sobre el tiempo.
Nada le faltará, salvo la memoria.
Ésta es la mesa de los justos, donde nunca falta el alimento.
Las oraciones han caído ante la mesa.
Las oraciones han caído ante la mesa.
Él toma una solamente. Masca en el silencio.
Si los versos “Yo no soy moderna / o tal vez lo soy” (Alejandra de Río, “Yo cactus”) son tal vez los que mejor caractericen el devenir constante y errabundo que define a esta promoción de sujetos perdidos que naufragan en la relatividad de formar o no formar parte de la colectividad (reforzada esa zozobra en la irónica paráfrasis que hace A. del Río a la famosa frase de Rimbaud), ese desconocimiento de la divinidad (un no-saber que debería ser reemplazado por un creer o, en último caso, un “creer que se cree”), esa cada vez menos remota posibilidad de que el “Padre” sea infalible, esa constante duda, ese sentirse ajeno, extraño en “la mesa de los justos / donde nunca falta el alimento”, hacen de este poema de David Preiss la confirmación de la condición del poeta (en fin, del hombre) en la realidad contemporánea. No es el nihilismo que rabiosamente propugnaba Nietzsche (al menos no en su aparentemente inevitable historicismo despojado de lo religioso), sino que oculta, en la mudez del que “masca en el silencio”, una interpelación al “Padre de los Padres”, la interrogación por un “fantástico dominio” que reconoce como real, pero del cual se siente extranjero, o mejor dicho, expulsado.
La poesía de David Preiss desde su primer libro ha asumido ese diálogo polémico con la tradición hebrea (una tradición que ha modelado nuestros constructos epistemológicos aún de manera indirecta). En “Señor del Vértigo” (1992) comienza con un inocente y contemplativo inquirir por el misterioso primer estado prístino del Agua, que en realidad, a mi entender, es un cuestionamiento por el auténtico enigma de la Trinidad cristiana (Padre, Hijo, Espíritu Santo que conforman una sola entidad), creación humana igual de milagrosa que la realidad del agua: “Agua, / extraña y triple cabellera, / ¿en cuál de tus estados naciste sola original?, / ¿de cuál de tus estados te sacaron las manos de los hombres / para mudar tu nombre: ¡nieve! ¡nube! ¡mar!?,… ¿acaso siempre fuiste una siendo tres?”. En el poema “Aquella extraña residencia” el sujeto lírico nuevamente se pregunta ahora no por la realidad natural del agua sino por la urbe humana a la cual pertenece y de la que ya de antemano la connota como un ente ficticio,: “¿En qué mito?, ¿en qué colina?, ¿sobre qué nopal instalóse la ciudad?”. Dotándola de personalidad propia, el poeta describe a la ciudad como un espacio que tentativamente, al no ser día ni noche, está estancado en el atardecer, momento del tiempo en el que el “día agoniza” por un “sol herido por asalto”(7): “Quiso la cuidad ser como la luna, mas era demasiado oscura; / quiso, luego, ser como la noche, más era demasiado blanca”. Inmediatamente después el poeta la compara a “un Caín gigante y bello”, delatando, por una parte, el carácter traidor y perverso(8) de la ciudad amurallada. El territorio que conforma el habitar del sujeto poético es una “extraña residencia”, un “poema de ficciones”, “móvil” y “errante”, zona peregrina (en sus dos acepciones: espacio en permanente huida y, a la vez, desconocida para sí misma y para quien la habita). He hecho una breve reflexión de este poema porque creo que sólo así puede ser entendido (interpretado) el poema que a continuación lo acompaña, “Jerusalem”(9). En este poema el sujeto poético se representa como un ser que, a pesar de que ha “cruzado el mundo”, nunca ha dejado de estar en Jerusalem: “He desperdigado mi alma como una semilla bondadosa, / he amado en tierra extraña. /…Mis pies se quedaron en la piedra y mis pasos rodean el mundo / como a una laguna sin saciar su sed. Volverán a Jerusalem sin haber salido de sus puertas”. Jerusalem, ciudad santa, tierra prometida, pueblo elegido, es también simbólicamente la novia elegida por Dios, el “hogar del alma”, el jardín del Edén(10). Y desde ese espacio espiritual y mental el sujeto siente que por más que se aleje física o geográficamente de su hogar, este siempre lo acompañará. ¿Es el recuerdo de ese origen? Sí y no. Naturalmente que cuando el sujeto nos habla de que nunca dejó Jerusalem debemos entenderlo como la metáfora de una memoria que se relaciona armónicamente con ese principio fundante y original al cual pertenece, pero también es cierto que, a partir de la lectura del poema “Esa extraña residencia”, podemos apelar a la imagen de un sujeto que convive exiliado en el mundo, en donde todo hogar donde resida o habite es tal vez la Jerusalem que él lleva en la memoria, precisamente porque el origen mismo de Jerusalem, su esencia primordial, es la de ser una ficción errante, “un Caín gigante y bello”. A partir de esta lectura, podemos deducir que el mundo que es morado por el sujeto del poema se torna constantemente ajeno debido a que su mismo mito de origen es una “extraña residencia” “aislada de lo Eterno”, es decir, una ciudad que ha perdido su ancestral comunión como patria ideal de conciliación entre los hombres y la divinidad, Padre de los Padres. Por más que se aleje de Jerusalem nunca saldrá de allí, a la vez, existe una irreversible distancia espiritual entre el sujeto del poema y su patria de inicial debido a que ésta le es ajena, no-propia. Se podría establecer una especie de silogismo que resuma esta condición trágica que trato de describir: el sujeto viaja por “tierra extraña”de manera errante, Jerusalem es una tierra “extraña” que “se hizo errante”, ergo el sujeto del poema nunca ha dejado Jerusalem, ciudad que es todas las ciudades y a la vez ninguna porque es un “poema de ficciones”. Si Jerusalem ha sido desleal e infiel como Caín, ¿el sujeto también lo es? En “Cese de Fuego (poema que cierra “Oscuro Mediodía”) nos dice: “He traicionado con fuego. / He sido fiel en la traición”. El hombre como un ser que se margina con respecto a la zona iluminada, que mira como un horizonte lejano la posición de él en relación al Fundamento; su patria, como proyección interna de un extrañamiento propio que duda y vacila ante el “riesgo” de participar en la representación que legitime la presencia de lo divino en la tierra, invita al sujeto a participar del rito: “Tú, por qué no te arrimas a recoger tu bendición”; las palabras hechas objetos (pan, sal, vino) reúnen a la estirpe exiliada en torno a la hoguera, sin embargo, él mismo se siente inadaptado y exiliado del mito: “El fuego acerca a Dios, aleja al forastero”. El sujeto describe, espera, duda para, al final, participar de la ceremonia: “La oraciones han caído sobre la mesa. / Él toma una solamente. Masca en el silencio.”. Pero él se siente solo, conviviendo en un hogar deshabitado, comulgando con una trascendencia vacía, perteneciente a una raza distinta e intrusa, atrapada por una ciudad amurallada por el temor a la memoria y el apego al olvido del dolor inmemorial. Cansado, constata el hecho de no dominar el lenguaje que lo lleve de nuevo al Principio: “Soberanos gigantescos, / desconocemos el idioma / que nos abra las puertas del retorno. / Así quedamos: / tomados por una ciudad abandonada”(11).
(1) Como parte de la critica que realiza al modelo generacional utilizado por Cedomil Goic, Javier Bello prefiere denominar al fenómeno poético de los noventa con el nombre de “promoción poética de los noventa”, “nombre menos pretencioso en el ámbito estético y asociado, más bien, a la supremacía de un contexto y de un movimiento de aparición en el ámbito cultural al que pertenece una emergencia”. En Bello, Javier. “Poetas chilenos de los noventa: estudio y antología” (Tesis para optar al grado de Licenciado en Humanidades con Mención en Lengua y Literatura Hispánica). Facultad de Filosofía y Humanidades, Departamento de Literatura, Santiago de Chile, 1995, página 63. También es posible encontrar gran parte de esta tesis en www.uchile.cl/cultura/poetasjovenes/ (dato no menor dada la incomodidad física que tiene el manejar este material de estudio en su formato de libro debido a su voluminosa encuadernación). De aquí en adelante se citará al autor de esta tesis y el año de su publicación cuando se quiera hacer referencia al texto anteriormente mencionado.
(2) Morales, Andrés. “La poesía de los noventa”, en http://www.cyberhumanitatis.uchile.cl/ (invierno, 1998).
(3) Morales, Andrés, op. cit.
(4) Si en el sujeto moderno las categorías de anticipación e imaginería social eran de naturaleza espacial (la utopía como un lugar proyectado a través del tiempo, en un constante porvenir diacrónico), en el sujeto post-moderno estas categorías temporales son reemplazadas por las espaciales o gobernados por la heterotopía, “espacio cerrado que contiene el goce o las tragedia, balsa, barca, automóvil, habitación, naufragio o crisálida…Es allí donde el sujeto, el yo poético, no sufre una fragmentación total que lo haga desaparecer sino que asume ésta parcialmente”, pág. 79. Bello: 1995.
(5) Paz, Octavio. “Los hijos del limo”, pág. 205. Citado por Javier Bello: 1995, pág. 90.
(6) Para un análisis de los parámetros y sistemas de valoración ligados al discurso moralizante y políticamente conservador en la crítica literaria en Chile, ver: Ochoa, Alejandra. “Valoración de la literatura chilena en el discurso crítico de Omer Emeth e Ignacio Valente”. En Revista Chilena de Literatura, Noviembre 2001, Número 59. Departamento de Literatura, Universidad de Chile, páginas 123-138.
(7) Versos correspondientes al poema 3 de la sección “La Piedad del Sol”. En “Oscuro Mediodía” (2000).
(8) Dante hablaría de Jerusalem como “la ciudad maldita” por haber sido el lugar donde fue asesinado el Ungido por sus propios hermanos.
(9) Poema perteneciente a “Señor del Vértigo” (1992).
(10) Ver Frye, Northrop. “El gran código. Una lectura mitológica y literaria de la Biblia”. Editorial Gedisa, 1988, Barcelona, España, páginas 168 y 199.
(11) Versos del poema “Onírico lamento” de “Y demora el alba”(1995).
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